Tu gato y el mío
no se conocen.
En el jardín llora un sauce.
Haiku-no-michi
Llega la pizza de Romario. La fainá viene en una caja triangular de cartón. Será la influencia del día de Don Vicente, pero pienso que puede reciclarse como práctica cartuchera para transportar un arma en un momento de apuro.
Afectada tal vez por las últimas noticias, también de a ratos me parece un sarcófago.
Corto el remanente de la pizza, la ordeno porción sobre porción para comerla en el desayuno de mañana y cierro la cajita. Queda muy monona. Pero de repente a todos nos asalta la duda: la pizza estará allí realmente? Con todas sus aceitunas? No nos habrán madrugado llevándose una porción?
Abro la cajita y miramos. Uff, qué alivio! Todo sigue en su lugar.
Nos vamos a dormir tranquilos.
Mañana será otro día.
En cada entrada hay una caseta de cemento blanqueado y dos guardias travestidos de militar centroamericano detrás de una barrera. Toda la instalación dice sin palabras que los que viven allí tienen algo muy importante que ocultar. Usted está aquí dicen los carteles para que uno no se equivoque y se arriesgue a ser fusilado.
Los barrios cercados se llaman country, que significa campo y se ve que lo dicen con inocencia, sin la menor ironía. Todos tienen un cartel con un nombre campestre y un símbolo como de etiqueta de vino fino. En unas casitas alejadas amontonadas sin ton ni son sobre la tierra viven los que cortan el césped, podan el cerco, desinfectan la pileta, lustran el piso, lavan los platos y limpian los baños en el country.
Mirando por la ventanilla abierta del auto trato de hacer coincidir la realidad con el recuerdo. Hace cincuenta años Tortuguitas era un animal inmenso adormecido en el polvo, unos molinos esperando el viento y un túnel forrado de eucaliptus que terminaba a cincuenta metros de la casa. Sé que es el mismo lugar porque lo dicen los carteles pero de todo eso no queda nada. De repente por la ventanilla del auto entra un dato del pasado tan certero como un detector de iris en un aeropuerto japonés: el olor. Es el olor de los únicos días felices de mi infancia, un olor fresco de algo recién nacido y en el fondo el de algo verde que se quema.
El auto va muy rápido pero igual veo sobre la izquierda un lote que se vende y entre los álamos petisos, una casa que me parece aquella. Lo digo en voz alta pero en cuanto empiezo a explicarlo me avergüenza mi desubique: hace cincuenta años la casa ya era viejísima y es inconcebible que se mantenga en pie hasta hoy. Era un paralelepípedo bestial atravesado por un pasillo oscuro. Sobre la puerta de madera un artesano italiano había grabado el año de construcción, que ya era lejano en aquella época. Hacía más de cien años que se empecinaba como una viuda en medio del campo, calcinada en verano y aguantando con el lomo agachado la mordedura del invierno. En una arquitectura tan seca cualquier consuelo (un alero, una galería) hubiera sido una debilidad incongruente. El piso del pasillo central era de baldosas calcáreas opacas y porosas lustradas de rodillas y a muñeca con kerosene y aceite de linaza. Las juntas se abrían obligadas por la comba del piso y exhumaban olor a tierra húmeda. Yo cruzaba ese pasillo silencioso corriendo desesperadamente porque alguien me dijo o lo pensé, que debajo había un cementerio. La cocina era un rectángulo enorme y ahumado con dos ventanitas hundidas en el muro. Allí comíamos sopa con caracú o choclos con manteca y los grandes hablaban de cosas misteriosas. Los chicos estábamos siempre afuera, como los perros y con ellos.
En aquel mundo la clasificación taxonómica de los perros era muy sencilla. Había de tres colores y de dos razas: negros, blancos y amarillos, finos y crotos. Ceferino era un perro croto, amarillo.
En una foto blanco y negro estamos los dos acostados sobre el piso de tierra del fondo detrás de la casa.
De Ceferino se ve la esfera de sus bolas prolijamente dispuesta entre las patas, su rabo corto y una oreja que asoma. Yo tengo la cabeza apoyada en su cuello como sobre una almohada. Estoy despierta. Miro desvaídamente hacia la cámara. Tengo dos años. Seguramente Ceferino está dormido: siempre dormíamos la siesta allí, mi cuerpo de nena desmayado sobre su cuerpo perruno. Su tórax subía y bajaba más lentamente a medida que se deslizaba en el sueño y yo me dormía respirando confiadamente el olor de la tierra seca, sumergidos los dos en la sombra narcotizante de los árboles. Sé que tengo dos años porque me lo dijeron. Si es así, esa entrega, esa confianza, es el primer recuerdo de mi vida. Dicen que cuando Ceferino se despertaba se quedaba quieto mirando resignadamente a los que se burlaban de su devoción y recién cuando yo me despertaba él corría a hacer un interminable chorro de pis contra un árbol.
Es una ley de la infancia que los chicos sean alejados sin explicaciones de los lugares donde son felices, asi que sin decirme cuándo ni por qué, un día no me llevaron más.
Hoy cuando volvíamos por la autopista pensé que quizá Tortuguitas sigue estando donde estaba y simplemente no se ve. Tal vez han construido la escenografía encima del campo verdadero y cerca de la superficie, a un metro de profundidad, estén la casa, los eucaliptus, la tierra y Ceferino. Los que van allí los fines de semana, aturdidos, no pueden saberlo. Construyen casitas facsímiles de algún estilo, quieren a perros de razas extrañas y hacen sus prolijos asados sin imaginar que debajo del country espera pacientemente el campo. Algunos perciben que hay algo raro bajo la superficie y en un arranque de terror impotente vuelcan pavas de agua hirviendo en la boca de los hormigueros.
A mi apá le gustaba salir conmigo de noche. Pensándolo bien, organizaba unos programas realmente bizarros para una niñita de 9 o 10 años, pero en aquél momento me parecía totalmente normal lo que hacíamos.
Creo que lo que me gusta es los preparativos y el proceso, más que la cosa terminada.
Estoy por empezar un paisajito que quiero hacer en acuarela: un lugar de Córdoba con un perro. Entonces voy al taller, busco un tablero y cinta engomada y después elijo uno de mis bellos papeles de acuarela italianos (300 grs, puro algodón secado en frío). En la pileta de la terraza pongo el papel bajo el chorro de agua y lo pego sobre el tablero. Corto cuatro tiras de papel engomado, las mojo una por una y las pego bien al bordecito encuadrando el papel. Aprieto los bordes bien apretados con un trapo y dejo el tablero vertical en la sombra para que se seque despacio. Así el papel se tensa y queda fijado bien plano para poder trabajar sin que se mueva.
Después dibujo suavemente sobre el papel seco con un lápiz blando, un 2B y vuelvo a mojar todo para darle la primera mano de acuarela, que va a ser el fondo, el tono general. Todavía no sé si va a ser gris brumoso o celeste argentino. No me acuerdo bien del color del aire de Córdoba, a pesar de que pasé muchos veranos en La Cumbre y en Los Cocos. Era azul? Era gris? Creo que era más bien azul pero no estoy segura: en aquella época nunca miraba el cielo ni las nubes. Andaba a caballo todo el día y lo único que recuerdo es los espinillos que raspaban la piel, la tierra caliente y el delicioso olor a sudor y a estiércol de caballo.
Hace tiempo que pregunto dónde se consiguen limones no fumigados. Para hacer lemoncello se usa la cáscara de los limones y para eso es imprescindible que nunca hayan recibido ningún tóxico. Es imposible saber qué clase de flit les echan a las frutas de las verdulerías y tampoco confío del todo en las huertas orgánicas.
Una paciente me traía limones de Salta todos los años pero se peleó con su familia salteña sin pensar en las consecuencias que ese distanciamiento produciría en mi producción anual de lemoncello.
Se lo cuento a C., mi amigo querido, nativo y amante de Villa Celina como Juan Incardona. Cacha el teléfono y ruge –Vieja, deciles a tus amigas que te corten limones de los limoneros que tienen en el fondo pero antes preguntales si alguna vez los fumigaron. –Qué van a fumigar, rezonga la madre, qué van a fumigar si esos limoneros están ahí abandonados y nadie les da bolilla!
Dos días después suena el timbre. Es C., con el auto mal estacionado y una bolsa de limones celinenses vírgenes de todo pesticida. Son gordos y deformes, tienen la piel gruesa y llena de verrugas, como los maravillosos limones de Sorrento. Al abrir la bolsa surge un olor delicioso que me hace acordar a los bizcochuelos que mi tía D. perfumaba con cáscara de limón rallada.
Los lavo muy bien, M.4 los exprime y llena un gran frasco con el jugo. Armamos una cadena de producción: entre los dos vaciamos las cáscaras, las cortamos, y las metemos en un frasco grande con un litro de alcohol. Ahora hay que esperar siete días moviendo el frasco varias veces al día para que el alcohol les extraiga a las cáscaras todo el aceitito, que es lo que le dará gusto al licor. Después viene la otra parte del proceso, que lleva un mes completo. Esta vez voy a hacer crema de lemoncello, una delicia que en el freezer se mantiene líquida pero espesa como el vodka, de tanto alcohol que contiene. Preparáos, amigos dipsómanos.
Merodeo por la casa deshabitada y ordeno mil objetos. Encuentro cosas de B.3 arrastradas por la entropía, las rescato, las guardo en su lugar. Nunca hago eso cuando ella está porque su presencia tiene el poder de mantener el caos de su cuarto en un equilibrio relativo, pero hoy miro todo con otros ojos. Veo su robe de chambre colgada en el baño y me sorprende el estado en que está. Parece haber pasado recientemente una temporada en el Líbano y sin embargo recuerdo que se la compré hace pocos meses. Tiene unas manchas blancas como de lavandina. Cómo habrá hecho para lograr tanto deterioro en tan poco tiempo? Estoy segura de que no ocurrió durante el lavado. Será que se lava la cara con lavandina?
Me llama la atención otro misterio: por qué la cuelga siempre sobre la toalla? No percibe que así crea una figura pornográfica como de clase B? Ella no lo ve? O lo ve y no le importa? En cualquier caso, así se asegura que tanto la robe como la toalla adquirirán ese característico olor a pantano de la ropa húmeda que nunca ve la luz del sol.
Me cuenta que tiene un amigo muy querido. -Qué es lo que más te gusta de él? –El papá, contesta, porque nos lleva a jugar a la pelota y me está enseñando a hacer santo en largo.
Es el ensayo general de la tupacamarización de las parejas, que llega a su punto máximo a fin de año (Navidad con tu familia, fin de año con la mía)
Los hijos muy grandes, que tienen mamás viejísimas, las sacan a pasear ese único domingo cada año pensando que tal vez sea el último. Se las ve pasar sumergidas en el asiento de atrás del auto, medio abombadas por el calor y por el movimiento al que no están acostumbradas.
Los chicos que tienen mamá se sienten obligados a portarse bien ese día y a regalarle algo que la deje patitiesa de asombro. Meses antes, a veces desde marzo, las maestras les proponen fabricar unas garchas horribles reciclando residuos. Hacen collares de fideos que para diciembre ya están rotos y apolillados, hacen portalápices forrados de hilo sisal y monstruosos portarretratos con pegotines de brillantina.
La madre recibe el regalo emocionada, claro, porque le da ternura pensar que el nene estuvo trabajando en secreto para sorprenderla, pero después tiene que poner el portalápices o el portarretratos en un lugar visible y esperar que el tiempo lo vaya decolorando y desarmando para poder tirarlo a la basura discretamente.
Eso, los nenes que tienen mamá. Los que no tienen presencian cómo toda la humanidad se traslada llevando tortas de un lado a otro de la ciudad, ocupando restaurantes enteros y todos los taxis, comprando celulares y flores mientras ellos no tienen para quien hacer el collar de fideos. Cuando mis chicos eran chicos siempre tenían uno o dos compañeros sin mamá. Yo no podía dejar de mirarlos. Se me apretaba la garganta de pena cuando los veía quedarse solos después de las fiestas del colegio, cuando todas nos llevábamos a nuestros hijos un rato antes.
La mamá de mi amiga L. se murió cuando ella tenía 12 años. Cuando volvieron del cementerio tuvo su primera menstruación y no sabía qué le estaba pasando. Sólo tenía a su papá y a su hermano. Siempre que me lo cuenta llora porque lo sigue sufriendo con la misma intensidad cuarenta años después.
Creo que deberían suprimir el día de la madre. Es un motivo de molestia y de sufrimiento para todos los hijos y para las madres también.
Reprimir el impulso de meterme y de hablar con extraños me viene desde que mis hijos empezaron a avergonzarse de mí.
B.3 espera pacientemente que termine mi pequeño espectáculo avergonzante porque sabe que enseguida me voy y no vuelvo a molestar. Pero igual, a solas siempre me pide que no haga lío.
Creo que ella quedó marcada por un incidente que protagonicé hace unos quince años. Estábamos en un supermercado, yo llevaba una escoba en el carrito y de repente hice una mala maniobra y con el palo de la escoba derribé un estante entero de frascos de shampoo. Me dio un ataque de risa, claro, pero ella se fue caminando como si no me conociera. Fue un verdadero bochorno, lo admito, pero no era para ponerse así.
Otro episodio inolvidable ocurrió una tarde en la cocina de casa cuando ella no tenía más de cinco o seis años y yo le estaba enseñando a hacer galletitas. Insoportable como soy, le explicaba didácticamente cada paso con su fundamentación científica. Abrí un sachet de leche con una tijera, como hago siempre, y no sé cómo fue que se me resbaló, lo atajé en el aire por el ángulo erróneo y voló leche espasmódicamente por toda la cocina una y otra vez hasta vaciarse por completo. Creo que ese día me perdió la confianza para siempre.
Ésos fueron accidentes y entiendo que a un chico le provoquen vergüenza, pero un día B.1 me demostró que los chicos también tienen una sensibilidad horrible al escándalo aunque sea por una causa justificada. Estábamos los dos en el tren que iba desde Merlo hasta Hornos, donde teníamos una quinta. El tenía trece o catorce años. Era un trayecto corto y pobre, cuatro estaciones miserables rodeadas de villas miserias y en el medio una más beneficiada por el progreso: Las Heras. Repetíamos ese viaje todos los fines de semana y nos encantaba andar en el trencito de una locomotora y un solo vagón polvoriento. Íbamos mirando por las ventanillas abiertas y entraban panaderos, mucha tierra, a veces un pajarito equivocado. Nuestros compañeros de viaje eran obreros que vivían en Mariano Acosta o en la Parada Zamudio y volvían exhaustos después de mil horas de trabajo. Una tarde, al salir de Merlo, el hombre que estaba sentado frente a mí trató de subir la ventanilla y se le cayó sobre los dedos. Él retiró la mano sin decir nada y ví las últimas falanges de dos de sus dedos seccionadas y la sangre saliendo a chorros con la típica pulsación arterial. Él no dijo nada; sacó un pañuelo marrón y se envolvió los dedos apretadamente. Yo salté instintivamente sobre él, le levanté el brazo, le apreté la arteria radial para parar la hemorragia tal como había aprendido en el hospital y grité –Paren el tren! Paren el tren! Todos se hacían los boludos. Era increíble: miraban para otro lado como si alguien se estuviera cagando, como si hubiera que ser discretos mientras un tipo se desangraba.
Un guarda entró al vagón, preguntó qué pasaba, e hizo parar al tren de repente. Al rato apareció una ambulancia desde el lado de Merlo y subieron dos camilleros. Ayudamos a bajar al hombre, que estaba adquiriendo un color grisáceo. Enseguida el tren se puso en marcha. Evitando los charcos de sangre me senté en otro asiento y de repente se me ocurrió ver qué hacía B.1. Estaba mirando para afuera con cara de nada, como si no me conociera, como si no hubiera pasado nada, como si estuviera haciendo un idílico viaje en tren por la campiña francesa. Le pregunté si estaba impresionado. No, para nada, me contestó, es que sos una papelonera, salvando a la gente en los trenes! Parecés Patoruzito!
Diálogo en la escalera mecánica ascendente de la estación Pueyrredón del subte. Delante de mí hay un chico con jeans que dejan ver la raya del culo y una billetera asomando por uno de los bolsillos traseros. No debo decir nada, no debo meterme, fue mi primer pensamiento, pero inmediatamente le toqué el brazo y le dije –Te van a robar la billetera. Muy alegre me dijo –Sí, ya sé, mi mamá también me lo dice. –Y por qué no le das bola? –No sé, no me importa, dijo con una sonrisa de ángel. Después, cruzando el molinete se dio vuelta y me dijo –Feliz día el domingo!
B.3, La Nena, se fue hoy a Chile a un encuentro de poetas.
Me quedo sola. La casa se agranda y está muy silenciosa, tanto que no me animo a poner música. Tengo todo el tiempo libre por varios días. Nadie me necesita, nadie me espera. Me siento como una uva suspendida en gelatina sin sabor.
Cuando fue a guardar todo en su bolso, B.3 descubrió que en lugar de pasta de dientes le había comprado un adhesivo para dentaduras postizas. La verdad es que el envase es muy poco claro: si uno no lee lo que dice no se da cuenta.
Hubiera sido terrible que B.3 lo llevara y lo usara en Chile. Se le iban a quedar los dientes pegados y no iba a poder leer sus poemas.
Anoche me dormí después de las 2. Me desperté a las 6, reinicié trabajosamente mi cerebro, que a la mañana funciona con Windows 95, y ví que el día estaba precioso. Cargué el I Pod a lo bestia, random total (mezclo todo en la Biblioteca, marco al azar, éste si /éste no, y le tiro todo adentro. Me dice que no van a caber tantos temas y le digo OK, que se quede tranquilo, que meta los que le quepan).
Caminé por Laprida, que me encanta porque está siempre medio en sombras como Agüero. Retomé por Las Heras, me metí en La Isla, aparecí en el monumento a Mitre, bajé por las escaleras del costado, caminé hasta el monumento a Evita Anoréxica, miré varios perros lindos, crucé Libertador y caminé un rato largo mirando el pasto verdísimo que apareció después de la lluvia.
Cuando hago eso me viene una nostalgia de cuando corría porque ahora no puedo correr. Mi corazón se pone irregular cuando pasa de los 110 latidos por minuto así que solamente camino, pero rápido.
Me gustaba mucho correr. Hasta el peor de los problemas se hacía chiquito después de los cuatro o cinco kilómetros porque entraba en escala con el planeta entero. Entonces nada parecía demasiado importante, nada merecía mi preocupación ni mi pena. Caminando, los problemas y la tristeza se achican pero menos.
Pensaba en eso mientras el I Pod me mandaba una mezcla rarísima a la cabeza: Dinah Washington, Beatles, Jimmy Scott, Glenn Gould, Rod Stewart, Agustín Lara, Bola de Nieve, Kevin Johansen, unas cantatas de Bach, un rap de Lauryn Hill, otro de Macy Gray y de repente Ingeborg Bachmann leyendo sus poemas con esa voz tan triste que tenía. Era precioso oír todo eso al azar, como si hubiera apoyado la oreja en el suelo y estuviera oyendo la voz de la humanidad.
Hace diez años, cuando me dí cuenta de que no podía seguir atendiendo a mis pacientes y además el portero eléctrico, el timbre y el teléfono y cobrando, haciendo facturas y dando turnos yo sola, decidí contratar una asistente.
Siempre tuve poco pelo, muy lacio y muy fino, como mi papá. Hay quien me llama Pelito de Bebé porque le gusta que sea así. Cuando fui a visitar por última vez a mi papá a Alemania me sorprendió que su mujer lo llamaba Baby Haar, pelito de bebé, a él también. Bueno, entonces no debe ser tan horrible nuestro pelo, pensé, si a la gente que nos quiere le da ternura.
También con el color tenemos problemas: es de un gris ratón pálido, con un pigmento tan débil que después de unos días de estar al sol se nos pone blanco verdoso, como de extraterrestre. Ahora me acostumbré, pero cuando era chica moría por tener muchísimo pelo negro con rulos como mi Helen, mejor amiga. Ella me dijo que se le había puesto así porque le hacían masajes en la cabeza todos los días y durante todo un verano me froté la cabeza durante media hora antes de irme a dormir, sin ningún resultado.
La idea de que mi pelo era algo inadecuado y ridículo me la transmitió mi mamá. Le explicaba a todo el mundo que mis pelitos eran tan sedosos y finos que se zafaban de los moños y que se me hacían nudos tan enredados que tenía que cortarme a veces mechones de pelo para poder peinarme. Le encantaba tijeretearme y a veces ella misma se reía de los cortes raros que me hacía. Mientras me peinaba repetía que si un día me rapaba todo el pelo me iba a crecer más fuerte.
Esto que voy a contar es uno de los episodios más terribles de mi infancia y lo tengo grabado cuadro a cuadro como una película. Estoy sentada frente a un espejo grande con una toalla atada al cuello, papá lee acostado en la cama un poco al costado y de frente a mí. Mamá se acerca con un artefacto que hace un ruidito como de podadora en miniatura y me lo pasa rápidamente desde la nuca hasta la frente. Con la cabeza inclinada veo caer sobre mi falda una lluvia de pelitos rubios, mis pelitos de bebé. Mamá se ríe como una niña que hubiera hecho una travesura. Papá levanta la mirada, se le transfigura la cara, se para, insulta a mamá –Hija de puta, o miserable, o maldita seas, no sé que le dice, pero es algo que nunca le había oído decir, y se va pegando un portazo. Sin dejar de reírse nerviosamente mamá me dice que ahora tiene que seguir, que no me puede dejar así, y me pasa la máquina cero, o acero, no entiendo cómo la llama, por toda la cabeza. Me quedo pelada. Como las colaboracionistas francesas, como los prisioneros de los campos de concentración, me quedo totalmente pelada.
Ahora mamá me dice con una especie de excitación –Bueno, ahora vas a ser varón por un tiempo. Me saca los aritos de las orejas. Me saca el vestido blanco de piqué. Me pone ropa de mi hermano, ropa que a él le queda chica. Un short azul, una remera a rayas. No sé por qué en ese momento pienso que es una suerte que sea verano, tal vez porque la ropa de verano es más neutra, más asexuada y se va a notar menos que soy una chica disfrazada de chico.
Después no me acuerdo más. Tengo un vago recuerdo de mi papá que vuelve muy tarde, se inclina sobre mí, que estoy acostada y me acaricia la cabeza, que pincha un poquito. Mi papá tiene los ojos llenos de lágrimas. En ese momento pienso que él no pudo defenderme y que eso lo pone tan triste.
Después recuerdo otra escena, la de la foto. Estamos en la playa, en Necochea. Debe ser ese mismo verano porque tengo el pelo muy corto y un traje de baño viejo de mi hermano, en lugar de los trajes de baño arrepollados y con pechera que usábamos las nenas . Me divierto mucho en el mar. Salto y nado como una rana todo el día. Después estoy en la arena con mi hermano y un amigo circunstancial. Mi hermano, leal al secreto en el que mamá nos aleccionó, afirma enfáticamente que soy un varón. El chico no le cree. Debe haberse dado cuenta de que soy mujer, no sé cómo, si parezco un varón. Me dice –A ver, si sos varón mostrame el pajarito. Primero me quedo helada y enseguida corro hacia la carpa, donde está mamá. El chico me persigue, se ríe, insiste en que le muestre el pajarito. La carpa está lejos, me quemo los pies, llego temblando y me tiro sobre la arena, primero de rodillas y enseguida boca abajo, aplastada contra la arena caliente. Cierro los ojos, la sangre bombea dentro de mi cabeza como una bola de fuego. Tengo terror de mirar, tengo terror de tener pajarito.