Yo estaba en Villa Gesell. Mis primeras vacaciones sola. Me sentía independiente y grande. Acababa de divorciarme de mi primer marido. Tenía 20 años.
Me pasaba los días en la playa, asándome bajo el sol para poder tener la piel como un papiro cuarenta años después. La protección solar no existía pero tampoco existía el agujero de ozono. Me metía en el mar y nadaba hasta que me dolían los brazos. Un día me alejé nadando demasiado o el agua me arrastró, no sé; la cosa es que me encontré muy lejos y ni por putas hacía pie. Nadé con todas mis fuerzas hacia la orilla pero en vez de acercarme me alejaba. Vi que la gente se agrupaba en la playa y levantaba los brazos. Me hundí una vez, dos veces, y me pareció sorprendente que ahogarse fuera tan sencillo. Yo pensaba que era dramático, espantoso, y sin embargo era así de fácil. Vi imágenes que alguna vez había visto pero todas a la vez, superpuestas como papeles de calco: caras conocidas, un colectivo 60, mi papá que sonríe, un árbol, una tormenta, un tanque australiano, una batata hecha a las brasas, los zapatos de ir al colegio, un vestido de piqué blanco bordado con cerezas, un lápiz mitad rojo y mitad azul, sin punta. Cuando me hundí por tercera vez unas manos me agarraron del pelo y me sacaron para arriba. Era un chico de mi edad. Me abrazó por la cintura y nadó con una mano hacia la orilla. Dos tipos venían en un bote a salvarnos. Nos colgamos de la borda. Era hermoso dejarse llevar con las piernas flojas flotando atrás y estar viva. Cuando llegamos a la orilla vomité agua salada varias veces. Nos quedamos como dos horas tendidos en la playa. Se llamaba Marcelo. Ahora debe ser un viejarro como yo, pero entonces era un flaquito precioso. Un poco ansioso y demasiado excitado por haber salvado a una chica, pero igual precioso.
Al día siguiente llegó mi amigo Ernesto. Alguien lo había llevado en un jeep Land Rover destartalado. Apareció en la playa con una valijita y un disco en la mano. Me apuró para ir al hotel (Caniche se llamaba) porque quería que lo escuchara enseguida. Lo puso en el Winco del lobby (imaginate una época sin MP3 ni CDs, imaginate) y nos sentamos, yo en patas, con las piernas llenas de arena y el pelo mojado. El dibujo del sobre era horrible. Esa cara enferma, el lunar, los agujeros de la nariz, y la nariz larga y roja. Y el pañuelo ese a rayas.
Lo escuchamos todo ese verano y después durante el invierno lo llevé conmigo a todos lados donde hubiera un Winco hasta que el sobre de cartón se gastó y la cara horrible empezó a parecerme familiar y querida. Escribimos las letras en cuadernos, cantamos Laura va en los picnics y a cada rato nos encontrábamos con Del Guercio y con El Flaco en fiestas, de esas inocentes que se hacían entonces, pero ellos no cantaban. Eran más serios que nosotros; hablaban mucho, fumaban y miraban para afuera desde los balcones. Jamás me dieron bola.