
También me manda una postal con el famous conejito pintado por Durero.
Felices Pascuas, dice, y que me extraña mucho.
O lagartinho desapareceu.
Espulgo la maceta del derecho y del revés y no lo veo. La golpeo suavecito para hacerle creer que viene un terremoto porque los animales rajan cuando se los amenaza con la escala de Richter, pero no sale. Saco el papel film, saco el mosquitero, saco las piedras y no aparece.
Las hipótesis son varias, de las buenas y de las malas.
Cuando la tristeza dura mucho tiempo se transforma en otra cosa. Es como si el músculo de estar triste se acalambrara y empezara a provocar verdadero dolor.
En mí, el primer síntoma de que la tristeza pasó su fecha de vencimiento es que casi toda la gente me resulta imbancable.
El día de lluvia estuvo muy bueno. A la mañana salí, caminé mucho y fui a yoga, donde una gorda boluda bostezaba con ruido y tuve que contenerme para no pegarle una piña en el hocico.
A la tarde faltaron varios pacientes . Por eso estoy acá desahogando mi odio contra la humanidad, que tanto bien me hace. No faltaron los pobres que vienen en tren desde Merlo acarreando nenes y abuelas, sino las viejas bananas que viven cerca y van a todos lados en auto. Hay personas que creen que el cuerpo humano no es impermeable y se quedan en la casa cuando llueve.
Pero creo que lo peor de todo, lo que terminó de descompensarme, es que mil salames me saludaron por el día de la mujer. Ah, cuánto odio el día de la mujer! Qué quiere decir que haya un día de la mujer, así como hay uno del Animal y otro del Bombero? Por qué no hay un Día del Hombre? Me explicaron que es porque las mujeres somos una minoría débil, vulnerable, discriminada. Entonces tendría que haber un Día del Cabecita Negra, y uno del Negro Africano, otro del Puto, otro de la Lesbiana, otro del Sordomudo, otro del Obeso y por qué no, un Día del Pobre en General.
Miro en el almanaque y esos Días no existen. Sólo se festejan los oficios, la Madre, el Niño y el Padre, días que sirven para vender más multiprocesadoras, juguetes y corbatas.
Temí que mi secretaria quisiera darme un beso y sonreírme con sus dientes de plástico porque las dos somos mujeres (o por lo menos yo), pero hasta hace media hora no lo había hecho. Cuándo creen que lo hizo? Cuando yo acababa de meterme en la boca una rebanada de pan negro tostado con manteca y dulce de zarzamoras. No le importó que estuviera masticando, sola y tranquila, descansando un rato de mi propio malhumor: se acercó, me sonrió con entusiasmo, lo que hizo que el cuero ecológico que la recubre se estirara peligrosamente hacia los costados y... me besó!
Cuando me recuperé del shock oí que decía -Me había olvidado! Feliz día nuestro, dotora!!
Hay que aprender a interpretar las señales. Cuando el día te dice QUEDATE EN TU CASA, mejor quedate.
Desde el sábado a la mañana venía saliendo todo mal. El interruptor del baño roto, tres electricistas demasiado ocupados como para venir (el de al lado no quería desplazarse hasta la esquina por un trabajo tan chico; le pregunté si quería que le llevara la pared y no le pareció mala idea), la cerradura de la puerta de entrada trabada, una mancha de lavandina en mi pantalón preferido, la banda ancha conectada y desconectada con intermitencias, tres cajeros cercanos no tenían plata... una serie de mensajes muy claros que no supe interpretar.
Había leído en el diario del viernes que esa noche estrenaba un grupo de danza contemporánea que deseo mucho ver y eso me alegró un poco.
Decía “desde hoy y hasta el 31 de marzo, viernes y sábados a las 20.30 en la sala Batato Barea”.
Me armé un plan de los que me encantan: ir a sacar las entradas temprano, boludear un poco por Corrientes y hacer tiempo en un bar leyendo un libro. Acababa de conseguir Las Cartas de la Ayahuasca, de Burroughs y Ginsberg. Lo encontré el viernes en Norte, por casualidad, mientras hurgueteaba como un chancho entrenado para encontrar trufas. Esa trufa era uno de mis tés mu; hacía años que lo deseaba y quedaba un único ejemplar. Era un librito finito y costaba 50 pesos. Como siempre en Norte, el empleado me tiró sobre el mostrador otros dos o tres libros relacionados a los que tampoco pude resistirme. Eso fue lo único que había salido bien en la semana.
Llegué al Rojas a las 7 y el empleado me dijo que la boletería se abría a las 8. Empezó a llover. Me metí en el bar de la esquina, que siempre está lleno de gente horrenda. Los sábados en general la ciudad es tomada por una población de personajes impresionantes, pero ayer habían lanzado una serie especial de clase B con deformidades suplementarias y efectos especiales que daban miedo. Estar sola les quita gracia a esos avistamientos porque no hay nadie con quien comentar y reírse o asustarse, asi que dejé de mirar y me enfrasqué en mi libro, que empezaba muy bien con las primeras cartas de Burroughs desde Colombia.
A las 8 volví al Rojas caminando con cuidado porque tenía unos zapatos que patinan cuando llueve. El hall de entrada ya estaba lleno de gente esperando pero la cola no era una cola común. Eran decenas de púberes sentados en el piso formando pequeños pic nics, hablando en voz muy alta o gritándose alegremente unos a otros. Todos parecían conocerse entre sí. A esa rara forma de hacer cola se agregaba que todos estaban tomando mate y comiendo bizcochitos de grasa y pedazos de tartas frías de aspecto alarmante que extraían de bolsas de nylon. Una chica muy gorda con jean de talle bajo que dejaba ver la raya del culo en su totalidad comía una empanada de carne y tenía otra de repuesto en la mano izquierda. La pátina de aceite que le brillaba en el mentón no parecía incomodarla en absoluto. Hablaba jocosamente mostrando la empanada a medio procesar. Me gustó que el relleno tenía bastante huevo duro.
También me cayó simpático que se tomaran tantas molestias (acarrear los termos y la yerba, comer tantos bizcochitos de grasa y cebar tanto mate todo el tiempo) para expresarle al mundo cuán nacionales, casuales y populares eran. Tal vez la gente muy joven es así ahora y yo no me había enterado, pensé. Pude sentir cómo la brecha generacional se expandía ante mis pies como un abismo.
Era difícil avanzar hacia la caja sin pisar mochilas ni termos y más difícil aún era identificar dónde empezaba y dónde terminaba la cola, pero preguntando varias veces pude orientarme y llegar a la caja. Ahí ví que todos entregaban a cambio de la entrada una bolsa de nylon que contenía harina, azúcar o latas de conservas. Pedí mi entrada y el empleado me dijo
- Ah, no sabía.
- Hace cuatro años que es así. Acá a dos cuadras tenés un supermercado.
Mientras caminaba sobre mis zapatos-skate a paso de tortuga para no desnucarme, reflexionaba sobre lo desactualizada que debo estar para no haberme enterado de que hace cuatro años en el Rojas se cobra en alimentos no perecederos. Improvisé una rápida teoría en la que se entremezclaban razones económicas y sociales, la crisis del 2001 y la experiencia del trueque y me reproché haber estado tan alejada de la realidad nacional.
En Eki había una sola caja funcionando y una larguísima cola de personas de muy malhumor que compraban coca cola, tetras, pre pizzas y latas de tomates para su cena del sábado.
Yo había visto Babe el chanchito valiente la noche anterior y había quedado imbuída de su espíritu inocente y bienaventurado, así que esperé leyendo mi libro sin impacientarme. Mi alimento no perecedero era un paquete de macarrones Manera.
Volví al Rojas, vadeé lentamente los picnics hasta llegar a la caja, entregué mi bolsita y me dieron la entrada. Recién en ese momento la sospecha me golpeó como un rayo.
-Perdón, señor, hoy es el espectáculo de danza contemporánea, no?
-No, hoy es el espectáculo de clowns. Salió mal en los diarios.
Si hay algo que detesto es los clowns, los mimos, los payasos y las estatuas vivientes. Más que sentir odio, siento una melancolía infinita cuando los veo porque me recuerdan los peores momentos de mi infancia.
Devolví las entradas y quisieron devolverme la bolsita de Eki.
-No, gracias, dejalo, dije generosamente sientiendo que el propio Babe estaba hablando a través de mí.
Me ponía muy triste volverme a casa, asi que decidí patinar hasta un cine a ver si salvaba la noche viendo una peli. A las cuatro cuadras descubrí que no llevaba el libro. Patiné en sentido contrario hasta la caja de Eki.
-Perdoname, me habré olvidado acá un libro?
-Libro? masculló la empleada, que a esa altura de la noche del sábado odiaba no sólo la literatura sino a la humanidad entera.
Seguí tres cuadras más hasta el Rojas. Los jóvenes estaban guardando sus mates para entrar a la sala.
-Libro? se sorprendió el empleado viejo, -acá no ví ningún libro.
Al empleado joven se le ocurrió que tal vez lo había dejado junto con los macarrones en mi bolsa de Eki. Se ve que se apiadó de mí porque me llevó a la trastienda, donde revolvimos un rato entre los paquetes de azúcar y las latas de arvejas. Me prometió buscar después en otro depósito y me pidió que le dejara mi teléfono por si lo encontraba.
Cuando llegué a los cines todas las funciones habían empezado hacía quince minutos.
Me tomé un taxi, llegué a casa, me serví un fernet con coca cola tibia, corté un salamín picado fino y me lo comí mirando por segunda vez Babe el chanchito valiente. Lloré igual que la primera vez, y en las mismas escenas.