Los grandes sabían cuál era la temporada de cada fruta; ése era uno de los muchos conocimientos que a mí me parecían inaccesibles. También me preocupaba llegar a la edad adulta sin saber en qué momento había que subir las persianas o bajarlas hasta la mitad. Mi mamá hacía todo el día esos movimientos automáticamente como si no tuviera necesidad de pensar.
Otra ciencia que me parecía inalcanzable era la de los cortes de carne. No sólo había que conocer sus nombres sugerentes y monstruosos (bola de lomo, arañita, cuadrada, entraña, marucha, nalga), sino que además había que saber cuál era el adecuado para cada comida y evaluar con una mirada cuándo eran buenos y cuándo no.
Me daba cuenta de que empezaba la estación de las frutillas porque papá traía las primeras en un cajoncito de madera donde cabía un cuarto kilo. Venían prolijamente ordenadas y desprendían un olor tan fuerte que inundaba toda la casa. Eran chiquitas y tenían un gusto concentrado, no como las de ahora que son hipertrofiadas y deformes como lenguas Rolling Stone y tienen un gusto ínfimo que hace pensar en desodorantes de taxi.
Un sábado al mediodía, justo cuando estábamos terminando de almorzar, oímos la trompeta del vendedor de frutillas. Papá me pidió que comprara dos cajoncitos. Bajé corriendo hasta la calle, donde no había nadie salvo el frutillero con su carro a caballo estacionado frente a la puerta de mi casa. Le pedí las frutillas, le pagué, y cuando abrí la puerta él entró conmigo. Al pie de la escalera me tomó del brazo y me acercó suavemente a su cuerpo gordo y tibio. Desde una distancia demasiado corta le ví la cara cubierta de un sudor aceitoso y gotas de la misma sustancia que le bajaban por el cuello. Me asustó que respirara con dificultad y haciendo un ruido. Tenía los labios gruesos y húmedos, de un extraño color morado. En una fracción de segundo pensé dos cosas: que se estaba por morir y que tenía los labios del color de las berenjenas porque era verdulero. Sin soltarme el brazo y mirándome fijo, se llevó la mano libre al pantalón y maniobró con los botones. Yo estaba paralizada pero no sé por qué. Lo más fácil sería decir que tenía miedo. Es lo que a todos nos dejaría tranquilos, pero no sé si estaría diciendo la verdad.
El frutillero metió tres dedos en la bragueta y extrajo con dificultad un objeto que también me pareció un vegetal, una especie de fruta exótica de forma amenazante veteada de rojo y violeta. Se enderezó, me agarró la cabeza con las dos manos y me ordenó que abriera la boca. Yo le obedecí dócilmente y sin pensar en nada en especial, aproveché que la tenía abierta para gritar. Primero grité “socorro” y después “auxilio”, porque en las historietas aparecían indistintamente las dos opciones y en ese momento no pude decidir cuál era la más apropiada. También conocía las siglas “SOS” pero mi papá me había explicado que sólo se usaban para escribirlas en la arena, o con palos y troncos en la tierra para que se vieran desde un avión.
Enseguida se abrieron las puertas de varios departamentos, hubo corridas en los pasillos y el frutillero se escapó sosteniéndose los pantalones. Papá bajó las escaleras en dos saltos, me sacudió, me levantó, me abrazó, me preguntó qué había pasado, todo al mismo tiempo, pero no alcancé a contestarle porque se fue corriendo hacia la puerta y salió a la calle. Llegaron mamá y unos vecinos y todos me preguntaron cosas que yo no sabía contestar. Temblaba como si tuviera mucho frío y quería irme a dormir. Mamá sollozaba y se retorcía las manos. Empujándome un hombro con la punta de los dedos me hizo caminar delante de ella, entramos a casa, me llevó al baño, me sacó bruscamente la ropa y me metió bajo la ducha, que estaba muy caliente. Me indicó que me bañara con mucho jabón varias veces.
-Lavate todo -dijo, y me miraba como una loca, como nunca me había mirado. Me lavé varias veces los pies y las orejas, que era lo que nunca me lavaba bien.
-Lavate todo, repitió casi gritando. Entonces pensé que estaba enojada conmigo y me puse a llorar.