lunes, julio 26, 2010

La abanderada

La Abanderada

Sentada en el piso con los ojos cerrados tengo la cabeza apoyada contra el parlante y aspiro el olor a nuevo del combinado. Siento en la frente la vibración de la voz: dice algo sobre la inmortalidad que no entiendo. Vuelvo la cabeza para preguntar pero no me oyen; gritan, se ríen, sacuden un puño en alto dos o tres veces con ímpetu como hacen los triunfadores y se abrazan con una alegría que me da miedo porque nunca los había visto alegrarse así. Siento subir las lágrimas y las reprimo con tanto esfuerzo que me duele la garganta como si un perro me mordiera por dentro.

Pocos días antes había cumplido cinco años. Por eso sé que es el tercer recuerdo de mi vida.

Enseguida salimos a la calle. Me llevaban entre los dos, uno de cada mano, y si miraba hacia arriba lo primero que veía era sus sonrisas crispadas. En los parques de Palermo me compraron una banderita argentina y me enseñaron a agitarla hacia la avenida Libertador con el brazo en alto. Era emocionante: desde todos los autos otras banderitas y bocinazos respondían mi saludo. Corriendo y saltando para seguir los pasos largos de los dos, sollozaba sin saber por qué pero no dejaba de agitar la bandera. Nadie me oía porque había mucho ruido. Durante muchos años creí que aquél día sólo yo lloraba.

En el libro de lectura de segundo grado había una lectura que se llamaba La Abanderada de los Humildes. Todo lo que decía ahí era la pura verdad. A fin de año llegaron al colegio una muñeca para cada nena y una pelota de cuero, una auténtica número 5, para cada chico. Ese verano mis compañeros de escuela tuvieron las primeras vacaciones de su vida y al comenzar el año siguiente, cuando las maestras preguntaban dónde habíamos veraneado, mostraron sus fotos. Algunos aparecían sentados en la playa, otros parados sobre piedras en un arroyo serrano, casi todos frente a la entrada de hoteles que eran como palacios. Tenían puertas altas de madera barnizada con paneles de cristal y paredes revestidas en bloques de piedra blanca.

El papá de mi compañero Vitali compró su primera casa con un crédito. Eso me impresionó porque yo creía que era un hombre de las cavernas. Estaba siempre encorvado y cubierto de hollín, mimetizado en la penumbra de su despacho de huevos y carbón y sólo se comunicaba resoplando y con gruñidos. Vitali me contó lo de la casa con los ojos muy abiertos, como si acabara de presenciar un milagro.

A Vitali le gustaban los libros pero cuando yo le prestaba uno no podía leerlo porque cuando no estaba en el colegio reemplazaba a su papá en la carbonería.

- Somos solos, decía, porque su mamá se había muerto cuando era muy chico o antes de que él naciera, no estaba seguro.

Me gustaba visitarlo porque con él se podía estar mucho tiempo en silencio. Nos sentábamos en la oscuridad del local respirando el olor de la paja fresca donde se guardaban cientos de huevos de las gallinas que vivían en unos jaulones en el patio.

A mí me gustaban los milagros que La Abanderada hacía desde la inmortalidad. Me sentía protegida como si todos, los chicos y los grandes, fuéramos hijos de los mismos padres buenos que nos mantenían a salvo de la pobreza.

Mi familia no lo veía así. Lo que a mí me parecía un prodigio a ellos los ofendía como un agravio. Nunca me explicaron cuál era la causa y yo no preguntaba porque parecía algo sobreentendido. Con las maestras sí podía hablar: ellas también pensaban que éramos privilegiados por vivir bajo la protección de La Abanderada de los Humildes.

En el primer aniversario nos hicieron escribir una composición sobre ella.

-Con sus propias palabras, aclararon.

Mi lapicera volaba del tintero de porcelana a la hoja de papel Rivadavia para no dejar escapar ningún adjetivo, ni un solo signo de exclamación de las decenas que se atropellaban en mi pluma cucharita.

Todos mis compañeros tenían seis lápices de color cortos, de mina áspera, que venían en una cajita de cartón ordinario. Yo tenía una caja azul de lata con doce lápices Staedtler que me había mandado mi abuela alemana. Los mantenía ordenados según la gama del arco iris que había en el Tesoro de la Juventud. Me gustaba acariciarlos y que rodaran suavemente contra la lata. Mi papá me había explicado que el privilegio de tener ese tesoro acarreaba algunas responsabilidades: no dejarlos caer para que no se quebrara la mina, no perder ninguno y mantenerlos siempre bien afilados con la gillette, no con el sacapuntas.

Me encantaba escribir composiciones pero lo que más me gustaba era terminarlas, porque entonces abría mi caja de colores y hacía al pie del texto una ilustración alusiva que después la maestra mostraba y alababa ante todos mis compañeros. Pero esa vez, bajo la composición sobre La Abanderada no hice ningún dibujo. Después de leer mi propio texto calculé que no había arte capaz de hacerles justicia a mis sentimientos. A Dios sí, lo había dibujado la semana anterior al pie de una composición sobre la creación del universo: era un viejo barbudo sentado sobre un colchón de nubes celestes rodeado por angelitos rechonchos como duraznos.

A la noche mis padres hojearon mi cuaderno y me preguntaron por qué la composición sobre La Abanderada era la única que no tenía dibujo.

- Es pecado mortal dibujar a una santa, les expliqué.

No sabía qué era exactamente un pecado mortal, pero pensaba que era como comer hongos venenosos, algo que uno hace por distracción y puede costarle la vida.

-Y no es pecado dibujar a Dios? preguntó mi mamá con el timbre de voz casual con que intentaba quitarles importancia a las cosas más graves.

- No, porque Dios no es santo –contesté- Dios ve todo y deja que a la gente le pasen cosas malas.

Creo que mi argumento era irrebatible porque no me contestaron nada y siguieron tomando la sopa como si se hubieran quedado pensando.

jueves, julio 15, 2010

Día histórico


No sólo porque cumplí años otra vez y vengo cumpliendo años desde la prehistoria. Sobre todo porque hoy a las 4 de la mañana, a caballo entre el Día de la Bastilla y el de Mi Cumpleaños, todos empezamos a tener el mismo derecho a casarnos. Hasta ahora sólo se podían casar algunos, a los que en la tómbola les había tocado enamorarse de personas con sexos anatómicos complementarios (es decir, garompa si tenías concha y concha si tenías garompa). Ahora los que aunque tienen garompa apetecen garompa, aunque tienen concha gustan de la concha, aunque son mujeres se enamoran de mujeres y aunque son hombres se piran por los hombres, no sólo tienen la obligación de trabajar y producir, pagar impuestos, manejar sobrios, no andar matando gente, ser masomeno amables y decentes, sino que también tienen derecho a casarse con la persona que aman.
Hoy a la mañana C. y G. me trajeron este ramo de rosas increíbles con moñazos de color violeta. No habían dormido en toda la noche, pero brillaban de felicidad. Hace doce años que se quieren y porque viven en una provincia donde todo es más difícil, dicen, aunque nadie lo cree, que son amigas, socias, roomates o cualquier verdura en apariencia aceptable para la hipocresía dominante. ¿Ahora vamos a poder ir de la mano sin que nos digan cosas?, decían y se imaginaban cómo iba a ser todo a partir de ahora, que empezó una era nueva, te guste o no te guste.
Digo yo: los curas gays igual no van a poder casarse, no?. Ratzinger con su chongo tenista, tan parecido a Casaretto, Casaretto con su avispa calva, no van a poder casarse, no? ¿Cómo iban a apoyar esta ley, pobres curas?


sábado, julio 03, 2010

Luchino


Otra vez el tipito. Ya voy a subir fotos de los otros tres pero a este lo tengo a mano y lo cago a fotos todo el tiempo. Me llama Tata.

Fin del mundo

No hay ninguna
ninguna
tristeza más triste
que la perruna.