sábado, septiembre 30, 2006

sapos y culebras

Siempre me gustaron los reptiles. A veces me pregunto por qué, sobre todo cuando veo la reacción de las personas que los odian.
Sé que me gustan porque son silenciosos. A lo sumo croan un poco en sus momentos más zarpados.
Después, me gusta que no son dependientes. Eso también me gusta de los gatos. Me da ganas de huír cuando alguien necesita servilmente mi afecto y no tiene vida propia sin mí.
Tener perro y festejar mi cumpleaños son dos cosas que me provocan un poco de tristeza, en los dos casos porque soy el objeto central de atención y me siento obligada a estar contenta o a ser amable o ambas cosas a la vez.
Cuando tenía a Daga vivía pensando en ella, me preocupaba si se enfermaba y no podía dormir pensando que tenía frío o se sentía sola. En realidad me pasa lo mismo con Alonso, pero la diferencia está en que él no espera nada de mí. Más bien se caga en mí. Así que eso que siento es sólo un rollo mío que él no pide ni necesita.
Bueno, eso en cuanto a lo afectivo. Después, me gusta que los reptiles son primitivos y tienen un cerebrito que es igual al carozo de nuestro cerebro de humanos. Nuestros deseos más irracionales salen de ahí, de nuestro cerebro reptiliano. Encima de ese carozo vienen capas y capas de racionalidad y cordura que se fueron desarrollando con la evolución y que reprimen nuestros impulsos de matar, de invadir territorios ajenos, de defendernos a mordiscos, de acostarnos con nuestro papá o de violar a nuestra sobrina.
Observar a los reptiles enseña mucho acerca de la naturaleza profunda de los humanos.
La tercera cuestión que me gusta de ellos es que son muy lindos. Ya estamos acostumbrados, pero no es increíble que tengan la piel verde? Muchas veces me imagino que si Alonso se muere me haría un maravilloso monedero con su cuero, que tiene escamitas de distintos tonos de verde, como píxeles que forman dibujos.
En realidad los lagartos y los sapos son más parecidos a un vegetal que a una persona, y como no generan temperatura propia uno puede creer que son un zucchini o una planta de espinaca con movimiento propio. A mí me gusta levantar a Alonso y apoyarme su panza fría en la cara. No tiene olor a nada; es como si fuera de plástico. Eso también es raro y me gusta. No sólo se parece a un vegetal: también tiene cara de pájaro, movimientos de mono, cola de serpiente, patas de rana, dedos de espárrago.
Cuando era chica me encantaban los sapos y las culebras. Pasaba muchos meses en Tortuguitas y estaba todo el día sola afuera, caminando, y veía cosas y animales extraordinarios. A veces encontraba una culebra, me la enroscaba en el cuello y se quedaba todo el día allí, al calorcito. A la noche la dejaba en la puerta de la casa y esperaba encontrarla a la mañana siguiente pero nunca volvían.
También jugaba con los sapos y con las ranas. Había unos sapitos minúsculos, como de dos centímetros, que me fascinaban, pero eran muy difíciles de agarrar.
A los sapos grandes les ponía vestidos de mis muñecas. Les quedaban grandes y cuando saltaban el vestido se les inflaba detrás. Era precioso.

martes, septiembre 26, 2006

Cuando escribí lo de la estampita del Angel de la Guarda me acordé de una de las muchas cosas que me obsesionaban cuando era chica: veía una imagen y quería saber qué iba a pasar en el momento siguiente. Era como si las fotos y las ilustraciones fueran fotogramas y me desesperaba que la acción estuviera detenida allí y que no se supiera la continuación de la historia.
La estampita del Angel de la Guarda me volvía loca. El puente era inestable, frágil, y colgaba sobre un precipicio. Los niñitos iban caminando muy confiados, como Mr. Magoo, sin percibir que estaban en peligro. Y el Angel de la Guarda iba revoloteando sobre el abismo como atajándolos por si se caían. Yo miraba el dibujo obsesivamente y le preguntaba a mi mamá –Se va a caer el puente? Y el Ángel va a poder salvarlos si se caen? Podrá agarrar a uno solo o a los dos? Y recuerdo que mi mamá terminaba contestándome de mal modo que no podía saberse qué iba a ocurrir. Eso me aterrorizaba, me hacía dudar de todo el sistema de protección que teóricamente lo sostiene a uno cuando es chico. Cómo que no podía saberse? Y entonces por qué habían dibujado esa escena y no la siguiente o la última de la secuencia?
También me trastornaba un afiche de Seguridad Vial que pegaban en las paredes. Decía CUIDADO! y mostraba un chico y una chica con guardapolvos blancos de colegio, cruzando una calle y en segundo plano el frente de un auto. Me acuerdo de haber caminado muchas cuadras al lado de mi hermano atosigándolo con las mismas preguntas –El auto está parado o anda? Los chicos no lo vieron? El auto va a poder frenar? También mi hermano me contestaba las primeras preguntas pacientemente y las últimas gritándome que no podía adivinar qué estaba por ocurrir.

Ahora pienso que si un chico me preguntara eso yo no me preocuparía por ser honesta y veraz sino por conservarle la seguridad y la confianza. Le diría que el puente no se cae, que el Ángel los cuida todo el tiempo aunque no haya peligros visibles y que el auto iba despacito y frenó y que a los chicos no les pasó nada malo.

Tal vez yo hubiera estado menos triste y preocupada toda mi niñez si me hubieran contestado eso, y por supuesto hubiera roto menos la paciencia con mis interminables preguntas circulares.

lunes, septiembre 25, 2006

Creo que Carlos

Cuando hace tanto frío y sopla tanto viento y en la calle uno se siente desamparado pero llega a su casa y entra al calorcito y al rico olor a casa limpia pienso todo el tiempo en algunas personas que conozco.

Una es la señora que está siempre en la estación Alem de la línea B del subte. Arranca los afiches de publicidad cuando suman un buen espesor de cuatro o cinco, y se envuelve en ellos abrazada a su bebito de menos de un año. Cuando paso de ida, a las 8 de la mañana, están dormidos dentro de su canelón de cartones y alrededor hay restos de comidas, trapos, y sube un olor a intimidad.

Al mediodía, cuando paso de vuelta, está sentada sobre el cartón, que ahora es una alfombra que la aísla del frío del piso. Pide monedas y el nene llora, moquea y se arrastra descalzo por el piso de baldosas sucias de la estación.

Otra persona que recuerdo cuando hace este frío es un linyera que la ambulancia llevó a la guardia del hospital una noche de invierno. Estaba medio inconsciente de hambre y de frío, con las uñas y los labios azules. Tenía la ropa vomitada y los ojos hundidos en las órbitas. Le llevé del bar un sándwich de jamón y un café y comió y tomó todo en silencio, como si estuviera recordando lentamente cómo era eso de comer y tomar algo caliente.

Desprendía ese olor agrio de la piel y la ropa nunca lavadas. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo –Creo que Carlos.

Le volvió el color a la piel y sonrió un poquito. Antes de revisarlo el jefe de guardia exigió que lo bañaran. Revisar a un linyera es una de las pruebas de iniciación que les hacen a los estudiantes en el hospital. Se supone que sólo si uno se banca la sarna, la sangre, el olor, las costras y los piojos merece ser médico. Pero el jefe dijo que le avisaran cuando estuviera limpio, antes no. A las cinco de la mañana le sacaron la ropa, la tiraron, lo llevaron al baño y lo dejaron allí, desnudo. Entró un enfermero, lo ubicó debajo de la ducha, le entregó un jabón y abrió las canillas. Cinco minutos después fueron a buscarlo con una toalla y lo encontraron muerto bajo la ducha. No le hicieron autopsia. A la mañana en el bar circulaban distintas versiones. Un cardiólogo decía que el paso del frío al calor del agua le había provocado un shock. Un gastroenterólogo dijo mirándome fijamente que comer una buena comida después de meses de pasar hambre podía haberle provocado la muerte. Una psiquiatra opinó que el pasaje brusco de la desprotección de la calle a la protección del hospital era suficiente para descompensarlo gravemente.

Nunca supimos la causa de su muerte pero desde entonces yo me siento responsable de conservarlo en mi memoria porque sé que en ningún otro lugar se recuerda que él haya pasado por el mundo.


Cuando tengo mucho pero mucho pero mucho miedo y hasta me despierto de noche asustada con sueños de persecución y tiros me prendo del lado de adentro de la ropa mis medallitas santas que me protegen de todo. Una es de Jesús Niño y sirve para proteger a los hijitos. Otra es de la Difunta Correa, santa que quiero mucho porque siempre me cuidó. Y la otra es de San Expedito, que a pesar de su nombre es un santo muy serio, que te salva de situaciones de peligro inminente. También rezo -Angel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día y me acuerdo de una figurita que tenía cuando era chica: dos nenes cruzando distraídos un puente muy frágil y un ángel de la guarda volando al lado de ellos sosteniéndolos sin que se dieran cuenta. Como en la vida real siempre me río de Dios, de los santos y de las religiones, cuando tengo miedo temo que todos ellos estén enojados conmigo y decidan castigarme dejándome sin su protección cuando más los necesito, pero hasta ahora eso nunca ocurrió.

Cuando tengo miedo enseguida sin darme cuenta busco cosas que me hacen acordar a cuando era chica. Me pongo mi prendedor de zapatitos o el de patitos y eso me hace sentir protegida.
Es una tontería, ya lo sé, pero toco el prendedor y me parece que no hay malos y que estoy a salvo de todo lo que me aterroriza.

Huácale!


En la maceta de la plantita ex apestada yacen todas las cochinillas muertas o desmayadas, no sé. Cayeron todas juntas como pochoclos rosados al día siguiente del tratamiento con alcohol de ajo.

martes, septiembre 19, 2006

cochinillas 2


Qué placer! Hoy a la mañana la planta está casi limpia, con huellitas rojas en cada herida que le hicieron las cochinillas. Y al pie, en la maceta, yacen todas muertas. Me encanta haberlas liquidado.

domingo, septiembre 17, 2006

fotos del taller


taller

Ayer cuando describía el galpón de mi apá me pareció gracioso que yo también tengo un lugar todo mío precioso donde guardo y hago lo que más me gusta. Era una baulera sórdida y húmeda y un verano la vacié, reciclé todo lo que había, limpié y contraté a tres de mis contratistas geniales, Evaristo Alegre el pintor, José el carpintero y Omar el electricista, que en dos días pintaron, armaron los estantes, pusieron el panel para las herramientas, las luces y la mesada de pino tea.
Allí pinto, dibujo y reparo todo lo que se rompe. Me encantaría no tener que tirar nunca nada, poder reparar y reciclar todo. Los chicos y sus amigos traen sus cosas rotas, las dejan allí y yo las voy arreglando. A veces se me atrasan mucho los trabajos, sobre todo en invierno, porque en el taller hay un frío que pela. En verano dejo abierta la puerta que da al balcón y entra calor y sol y entonces sí me quedo horas trabajando o pintando en silencio. Ahora estoy reparando un gatito de madera que B.2 me dejó hace como un año. Tenía la cola y una pata rota. Encolé los pedazos parte por parte y ahora que soldó lo estoy pintando, no azul eléctrico como era antes sino blanco como era su gata Estrellita, la que se fue sin dar explicaciones.

primavera


Salgo al balcón por primera vez desde abril. Odio el viento y el frío que hace ahí arriba en invierno.

Limpio las mesas y las sillas con Blem, saco mi equipo de jardinería y evalúo la situación. Es un desastre. Lo último que hice fue podar las plantas en marzo y desde entonces no volví a mirarlas. El viento las secó, las hormigas se comieron entera la planta de frambuesas, el granizo machacó ramas enteras y horror! hay una invasión de cochinillas.

Las cochinillas tienen un nombre muy apropiado: parecen chanchitos rechonchos durmiendo la siesta. No invaden todas las plantas pero se ve que hay una que les encanta y allí aparecen una o dos veces al año. Cubren los troncos y las ramas y segregan un líquido dulce que atrae a las moscas y a las hormigas. Van chupando la savia y la planta se debilita, se le caen las hojas y se muere.

Hace tiempo hice un curso de jardinería ecológica que dictaba el ingeniero Flores (obvio), donde aprendí a matar plagas con productos no tóxicos.

Desde entonces sólo fumigo con alcohol de ajo (cinco dientes machacados en un litro de alcohol fino). A pesar del alcohol no perjudica a las plantas y a los bichos los fulmina. A las putas hormigas, en cambio, no les hace nada. Más aún, deben hacerse un festín. Seguro que se ponen en pedo con el alcohol y se morfan todo el ajo con ensalada.

sábado, septiembre 16, 2006

mi apá 4

En esa última visita a su casa, en Baviera, conocí el estudio que había armado detrás de la casa unos diez años antes, cuando tenía 78. Era un galpón amplio y sólido, raro, como un refugio construido con desechos después de la bomba. Lo había construido con sus propias manos, pero literalmente con sus propias enormes manos.

Había leído en el diario que a 50 kilómetros de su pueblo estaban por desguazar un silo en desuso, había ido a verlo y había logrado que los dueños se lo donaran con la condición de que lo desarmara y se lo llevara en 72 horas. Era pleno verano, que en esa región de Alemania quiere decir entre 30 y 35 grados Celsius durante el día.

Cargó en su auto todo lo necesario y desarmó tornillo por tornillo y chapa por chapa toda la estructura trabajando durante tres días y dos noches durmiendo de a ratos sobre el suelo pelado. En el pueblo se corrió la bola de que había un loco (ein Verückte) en medio del campo y algunos curiosos pasaron a verlo furtivamente desde la autopista. Su mujer me contó que durante años se seguía comentando que una vez un negro desarmó furiosamente un silo en tres días poseído por una energía demoníaca que absorbía de una cosa misteriosa. Lo que chupaba era un mate, el porongo que se había llevado de Argentina, y aunque era rubio y tenía los ojos azules, con el sol se le ponía la piel muy oscura, de un color que a los alemanes les parecía alarmante. Parece que era una imagen aterradora, algo nunca visto por esos lugares donde la gente se protege del sol, es sociable y está siempre correctamente vestida. Me lo imagino como Klaus Kinski, callado y hostil, con el pelo casi albino todo revuelto, vestido sólo con un pantalón roñoso maniobrando con las herramientas, trepando y bajando sin descanso por la escalera hasta desarmar todo el silo.

Después apiló y amarró con sogas una pila de chapas en el techo del auto y recorrió el camino de ida y vuelta decenas de veces hasta trasladar todo al fondo de su casa. Limpió el terreno donde había estado el silo, cargó sus herramientas, su escalera y su mate y se fue a su casa. Dice la mujer que durmió durante dos noches y un día. Después le llevó tres semanas armar el galpón, donde pintaba, escuchaba música y tenía sus pinturas, sus cuadros, sus libros, recuerdos de los barcos que tuvo en Buenos Aires, sus cartas marinas, las copas que ganó en regatas. Cuando fui estaba todo ahí como cuando él caminaba, pero ya no caminaba ni tenía interés en pintar ni en escuchar música.

Yo filmé todo despacito, ángulo por ángulo, pared por pared, porque sabía que nunca más iba a ver su estudio y tampoco a él.

Durante los cuatro o cinco días que viví en su casa hablamos poco pero yo lo miré mucho. Me sorprendía que fuera un hombre tan viejo. Ése no era mi papá. En mis recuerdos mi papá no siempre era joven pero siempre era vivaz, alto y fuerte. Ningún rasgo en común con ese viejito fofo, rosado, medio dormido, esa especie de bebé horrible que se resbalaba todo el tiempo de la silla de ruedas y en el esfuerzo por enderezarse agitaba el muñón de la pierna con un movimiento obsceno que me repelía y me daba risa al mismo tiempo.

Comiendo frente a frente las delicias que su mujer preparaba, en algún momento él agarraba entre sus manazas una de mis manos y me la miraba con una ternura terrible. En ese momento volvía a parecerse a él. –Hijita, manito...decía, me miraba como siempre me había mirado, como a una nena, y después no decía nada más. Apoyada en la palma de su mano, la mía, que no es nada chica, parecía realmente una manito. Ésos momentos duraban muy poco, tal vez dos o tres minutos, porque enseguida volvía a resbalarse de la silla, a enderezarse con esfuerzo y a comer con esa avidez repugnante con que comen los viejos, como si supieran que muy pronto no van a poder comer más.

Yo me iba a mi cuarto, una preciosidad en la planta alta con una camita de princesa, un edredón espumoso y una ventana que daba al campo y lo primero que hacía era mirarme las manos. Me sentaba en la cama y ahora me parecían grandes, manos de mujer, manos de señora, y me ponía a llorar.

Cosas de antes

Antes la gente tenía pocas cosas y las que tenía eran para siempre.
Cuando se ofrecía recompensa por un hombre buscado, además de sus rasgos físicos se describía el color de su camisa y cómo eran sus zapatos. Era tan inimaginable que cambiara de ropa como que cambiara de ojos, porque la ropa era una sola y duraba muchos años.
Antes la gente tenía un solo reloj durante toda la vida. Te lo regalaban cuando empezabas a ser grande, cuando empezabas el secundario o cuando lo terminabas, o cuando se podía calcular que no ibas a romper el reloj haciendo las tropelías propias de los chicos. Era una ceremonia ese regalo. Te lo daban tu papá, un tío o un abuelo y siempre en una ocasión importante: un cumpleaños o una Navidad.
Los relojes no se tiraban. Se les daba cuerda todos los días y ellos andaban durante muchos años, treinta o cincuenta tranquilamente. Por eso se encuentra todavía gente grande que tiene su reloj de cuando era joven.
Lo mismo pasaba con los paraguas, aunque no es lo mismo un reloj que un paraguas: el reloj tiene un significado más solemne porque no se distrae jamás; cuenta concienzudamente cada segundo y en cambio el paraguas sólo protege cuando llueve, cosa que sucede de vez en cuando. Eso, y la forma que tiene lo hacen parecer un poco ridículo.
A pesar de eso también los paraguas se fabricaban y se compraban con la idea de que duraran toda la vida de una persona. Yo tengo uno. El mango es de caña de Malaca (que es el antiguo nombre de Malasia) y cuando mi tía abuela me lo regaló tenía un género negro todo gastado porque ya era muy viejo. Parecía un paraguas de mal agüero. Entonces lo llevé a Casa El Ámbar, que debe ser el único lugar donde arreglan paraguas en Buenos Aires, y le hice cambiar el género por uno marrón que también es feo pero es un poco menos fúnebre. Pensé pedir que le pusieran un género de un color vivo pero me pareció una falta de respeto tanto por el paraguas como por el empleado, que era un hombre terriblemente serio y tenía un guardapolvo de griseta.
El mecanismo de cerrar y abrir es lo único que anda mal y por eso lo uso poco. Cuando está muy mojado se cierra sobre la cabeza con un efecto muy antipático: el agua se mete por dentro del cuello, entre la ropa y la persona.
Ahora los relojes y los paraguas se fabrican y se compran para usarlos por poco tiempo. Los chicos tienen relojes desde que son muy chicos. Ya nadie les hace la bonita ceremonia de hacerlos merecedores de un reloj. Si a un chico le gusta uno, sencillamente lo compra o pide que se lo compren como si fuera un caramelo, porque los venden en los kioscos y en la calle por un precio muy bajo.
Los paraguas también son ahora baratos y se compran con la idea de usarlos una o dos lluvias, o a lo sumo durante algunos meses. Todos tenemos ahora paraguas lindos pero no por mucho tiempo porque si duran más de lo esperado los prestamos o los perdemos, que es lo mismo.
Yo recuerdo algunos paraguas muy bonitos que tuve y perdí. Uno del Museo de Arte Moderno de Nueva York, negro con pintas rojo oscuro, muy sobrio, sólido y bien diseñado. Me lo olvidé en un taxi pero me dí cuenta en cuanto cerré la puerta. Quise pararlo pero el taxista no me vió. Perder ese paraguas me dio mucha pena. Después tuve uno precioso, color yema de huevo, que había comprado muy barato. Ese duró exactamente una lluvia porque el viento lo dio vuelta y le quebró dos varillas. Obstinadamente lo llevé a la Casa El Ambar porque le tenía cariño pero también porque me gusta ese lugar abarrotado de bastones y de paraguas prodigiosos y atendido morosamente por sus empleados que saben todo acerca de mecanismos y varillas, y lo que se puede y lo que no se puede arreglar. Bueno, el paraguas color yema de huevo no tenía arreglo. Se rieron de él; comentaron que era una estafa vender un paraguas que durara una sola lluvia.
También tuve un paraguas rojo fuego, precioso. Lo usaba como paraguas pero también como señalización. Si me citaba con alguien en algún lugar lo usaba como señal para hacerme visible más rápidamente. Ese fue víctima de un préstamo. Recuerdo el momento en que lo presté, la vacilación mínima de mi mano en el momento de entregarlo porque temía precisamente lo que ocurrió y la voz de mi conciencia diciéndome que no fuera mezquina, que cómo iba a dejar que se mojara (quién?). Recuerdo todo menos quién era esa persona que salió favorecida y se quedó con mi paraguas rojo. Igual pienso que un día me lo va a devolver, aunque quizás es alguien que estoy viendo a diario y no piensa devolvérmelo o peor aún, no recuerda que es mío.
Me apena pensar en todos esos paraguas perdidos, los míos y los ajenos. Y también pensar en los relojes descartados en un cajón, muertos y olvidados, mezclados con hebillas, chicles y biromes, de los que debe haber millones en todo el mundo. Afortunadamente parece que ni los relojes ni los paraguas tienen sentimientos, porque si los tuvieran serían como una inmensa humanidad sufriente y silenciosa en aumento constante.
De todos modos, nada de eso tiene importancia. Nada tiene la trascendencia que todo tenía cuando todo era noble y escaso.

Hoy llueve y no tengo paraguas. En el supermercado venden unos chinos a seis pesos con un género como de vestido de Carmen Miranda, de flores gigantescas y con mango de plástico verde clarito. Voy a comprar uno pero ya me he propuesto no tomarle afecto porque sé que nuestra relación va a ser fugaz y no quiero volver a sufrir.

viernes, septiembre 15, 2006

Actualización sobre dientes


Hoy, visita al Dr. Finger. Siempre OK, siempre adelante, siempre positivo y optimista. Tiene aspecto de jugar al tenis tres veces por semana y de navegar el sábado y el domingo. Vivir con él más de dos días debe ser insoportable, pero como dentista es óptimo. Te levanta la autoestima aún sobre temas tan deprimentes como los dientes torcidos.

Volvió a tironearme de las muelas y los dientes con expresión admirativa y a piropearme apasionadamente las encías. Es raro que alguien se emocione por unas encías, pero es lo que le pasa a él. Supongo que es parte de la perversión que conlleva la profesión de odontólogo. Tiene moldes de dentaduras, láminas asquerosas que muestran los dientes por dentro, instrumentales cromados para hurguetear caries, radiografías de maxilares corruptos, una parafernalia que te quita el hambre por dos días. Cada vez que voy no puedo dejar de imaginarme que tengo que hacer su trabajo y me da náuseas, pero a él parece encantarle.

Le dije que me cuesta mucho soportar los dientes alambrados y que me veo los dientes totalmente alineados. Miró con atención y coincidió conmigo. YA TENGO LOS DIENTES DERECHOS!

Me prometió que en la próxima consulta, el 13 de octubre, me saca las estructuras de plástico y el alambre! No lo puedo creer: voy a hacer una fiesta y voy a comer lechuga, zanahoria rallada, espinaca, todo lo que ahora no puedo. Y voy a sonreír y me voy a reír como antes!

Iupi! Iupi!

Actualización sobre Alonso.


Me había olvidado de contarlo. Alonso tuvo el más extraordinario efecto radiografía que se haya visto jamás.

Cuando volvimos del consultorio del radiólogo, después de la traumática inmersión en el mundo de los perros y los gatos malaxados, le dí una rodajita de manzana y se la zampó. Quiero recordarles que hacía dos meses que no comía. A la tarde comió media chaucha. Al día siguiente una chaucha entera y varias hojas de rúcula.

Cuando vino Dr. G. con su arito de brillantes y su voz estentórea le dije que estaba mucho mejor que cuando lo llamé. Pero además se lo veía envalentonado, como siempre cuando se siente bien. Se ve que se cree un tiranosaurio: se infla todo para parecer más grande, estira la cresta inferior y mira con aire de superioridad a través de los párpados entrecerrados. A Dr. G. le atizó golpecitos con la pata, que es su forma de advertir que no lo jodan y después se resistió al examen médico retorciéndose como un dragón.

Se dice que el efecto radiografía es propio de los pacientes hipocondríacos, que se sienten mejor por sólo ser examinados. También está descripto el efecto pediatra, otro clásico de la literatura médica. Lo tienen los nenes que parecen gravísimos y cuando llega el pediatra de urgencia están totalmente recuperados, jugando y sin ningún síntoma, con lo que los padres quedan como un par de boludos ansiosos.

jueves, septiembre 14, 2006

Curso de biología I

Este block ofrece a partir de hoy un pequeño curso de biología adaptado a las mentes legas para desasnarlos un poco.

El tema de hoy es Las Tetas.

Más allá de todos los significados que ya sabemos, las tetas, que identifican a los mamíferos como especie, son en sí mismas una curiosidad biológica.

Son una glándula, sí, pero no una cualquiera: en realidad son una gran glándula sudorípara modificada. Qué asquete pensarlo así, pero es hora de que lo sepan.

La leche materna, por su lado, químicamente se asemeja muchísimo al sudor. Es como transpiración con un poco de proteínas. No me creen? Creen que les estoy tomando el pelo?
Lean, infórmense y van a ver que es verdad.

Otro dato: no sólo las hembras pueden producir leche y dar de mamar. Las tetillas de los machos mamíferos, v.g. un hombre como cualquiera de ustedes, en las condiciones adecuadas pueden producir leche y alimentar a un bebé.

Los hombres tienen para eso toda la misma instalación que las mujeres. Es la succión lo que manda la señal a la hipófisis, que es como la madre de todas las glándulas, para que ponga en marcha la producción de leche. La hipófisis manda la señal a las glándulas mamarias y así se inicia el ciclo. Un hombre que deje que un bebe le chupe las tetillas durante cierto tiempo, verá que se le hinchan las mamas y que después de algunos días tendrá leche para alimentar al niño. Así que dejen de mañerear con cuestiones de género, jóvenes argentinos y pónganse las pilas, que dar de mamar es una de las actividades más útiles y placenteras que hay.

miércoles, septiembre 13, 2006


Hacía semanas que no hablábamos, B.1 y yo. Los dos somos muy anacoretas, nos gusta estar solos, nos molesta el ruido y necesitamos muy poca comunicación.

El vive con R., su mujer, llamada internamente La Pepona porque es como una muñeca de la década del 50 y también llamada Angelina porque se parece mucho a Angelina Jolie.
R. lo cuida, lo organiza, lo ordena y lo mantiene en contacto con el mundo exterior.

Hoy los llamé y hablé un rato con R., que me actualizó sobre las novedades de casa, amigos, trabajo y estudio y me contó sobre diversos bebes que estuvieron viendo y cuidando. Son muy dulces los dos con los nenes.

Después me comunicó con B.1 y nos reímos un rato. Le puso un poco triste el post sobre morirme pero también le pareció que está bien pensar sobre eso y escribirlo, no hacerse los distraídos con ese tema. Le gustan las cosas que hago y a mí me gustan las que hace él y cómo encara su vida. También le doy un poco de risa y un poco de pena. Me dijo –Tontita, bobita, porque es un hombre alto, huesudo, peludo y fuerte y yo le parezco frágil y medio bómbola.

Me olvidé de decirle que hice cantuccinis, granola y cascaritas de pomelo confitadas. A la granola le puse kilos de almendras y sésamo.

Los cantuccinis son lo que se llama bizcochos (que en realidad debiera escribirse con ese y no con zeta) porque se cocinan dos veces: la primera vez como un pan todo entero y la segunda una vez cortado en rodajas. Quedan duros y crocantes con miles de almendras incrustadas. Los italianos las mojan en vino o en café. La foto registra el momento del segundo horneado.

lunes, septiembre 11, 2006

mi apá 3


La última vez que ví a mi apá él tenía 87 años. Hacía como quince años que no lo veía y se murió un año después.

Vivía en Alemania, muy cerca de Helmbrechts, el pueblo en el que nació, a donde había vuelto después de 50 años de vivir en la Argentina. Tenía una de esas típicas casitas bávaras rodeadas de un campo que en verano te deja mudo por la belleza perfecta de los sembrados y de los bosques y en invierno te asusta por la blancura infinita y silenciosa de metros y metros de nieve que nadie pisa.

Hasta unos años antes también tenía el típico Volvo último modelo pero ahora no, no lo tenía más porque le habían cortado la pierna derecha a la altura de la rodilla. Tenía diabetes y siempre se rió de las enfermedades (ñañas de vieja, decía despectivamente como respuesta a cualquier comentario sobre la salud). Se rió también de la ñaña de vieja que le había tocado en suerte y de los médicos que le indicaron cómo cuidarse. Siguió fumando un atado diario y tomándose y morfándose todo y cuando se quedó sin el cableado que le permitía mover el pie derecho inventó un sistema de poleas y soguitas que teóricamente le iban a permitir volver a caminar. Lo diseñó y todo pero para armarlo tenía que atornillarse un pitón a un hueso del pie y no encontró ningún médico que quisiera hacerle la instalación.

La pierna se le fue pudriendo desde abajo hacia arriba y cuando le dijeron que tenían que amputársela puteó a los médicos y los echó de su casa con cajas destempladas. Me escribió Habráse visto semejantes canallas: quieren cortarme la pierna y dejarme como una Matrioschka!

Así que planteó una resistencia heroica, juró con gallardía que prefería morirse entero y no sobrevivir a pedazos y se encerró en su casa con su pobre mujer, una gorda buenísima que jamás perdió el buen humor. Pero a medida que la gangrena avanzaba el dolor lo pudo y un día perdió toda elegancia y gritó y gritó y los médicos se presentaron, se lo llevaron y le cortaron la pierna muerta.

Cuando lo visité por última vez andaba en silla de ruedas con mucha dificultad. Le dolía infernalmente la pierna ausente y se le estaba empezando a ennegrecer el pie izquierdo. Él seguía chupando whisky, cerveza, vino tinto y comiendo unos terribles platos de tallarines al pesto con albahaca que cultivaba en la cocina.

Me cago en Dios, era su único comentario cuando se miraba el pie negro.

La diabetes también estaba ocupándose del cableado de la cabeza y empezó a tener algunas patinadas mentales. Él, que siempre había sido tan vanidoso acerca de su inteligencia y de su memoria se olvidaba todo y repetía el mismo relato varias veces al día. Y después de haber sido tan desdeñoso con todo lo que no fuera la cultura clásica, quería tener el televisor siempre prendido y en medio de una conversación la mirada se le iba detrás de La Pantera Rosa y costaba un poco volverlo a la realidad.

Dos veces por día la mujer le hacía un tratamiento en el pie con un extracto de plantas. Metía el pie azulado en la batea llena de líquido tibio y mágicamente la piel volvía a tener por un rato un color casi normal. Ella se lo masajeaba, se lo secaba amorosamente y le ponía una de las medias de lana de llama que yo le había llevado. -Te traje dos pares, le dije en broma cuando le entregué las dos medias. A él le gustaba el humor negro porque le permitía reírse de las cosas tristes y le gustaba la lana de llama porque le recordaba la Argentina, donde había vivido durante 50 años y sobre todo le recordaba el noreste, que para él era el lugar más bello del mundo.

Yo había llevado un diccionario Alemán/Español y estábamos buscando palabras todo el tiempo.

Una tarde, mientras él tenía la pata en el agua y la arengaba para que resucitara porque estaba cada día más muerta y yo le estaba leyendo la traducción de una palabra que no recuerdo, se me cayó el diccionario dentro de la batea. Lo rescaté enseguida y lo sequé sobre una estufa, pero supe enseguida que lo había dejado caer para que quedara marcado para siempre.

Lunes otra vez

La relación de la edad con la velocidad del tiempo puede representarse con una curva en forma de campana. Durante los primeros años el tiempo se mueve con lentitud infinita pero a medida que uno crece la distancia que lo separa de lo esperado se hace más tolerable. Primero se acortan los años, después los meses y cuando la aceleración se hace geométrica, se acortan también las semanas, los días y las horas. En el punto de máxima aceleración los dos extremos del año casi se tocan y los hitos que miden el tiempo se suceden vertiginosamente: cada aniversario se repite varias veces al año y creemos que lo que pasó hace tres meses ocurrió hace una semana .

Ese efecto hamster-en-la-rueda se detiene bruscamente en un momento de alguna edad avanzada y a partir de ese punto el tiempo se desacelera suavemente hasta ser aún más lento que en la niñez.

Los días de las personas muy viejas son eternamente largos, un tedio que es sólo la espera de la muerte. Por eso los viejos preguntan si falta mucho como los chicos, pero no por la impaciencia de llegar sino por el hastío de seguir estando.

Más de Chinatown


Venden resmas de fideos y los exponen de una manera muy atractiva. Da ganas de comprar varios cilindros y de comer sólo eso durante meses. Por alguna razón, la zona fideo atrae perversos. Yo soy una de ellos. No puedo resistir la tentación de hundir el dedo en el hato y cuando lo hago me da risa. La señal de dedos previos es como como un graffiti, como un mensaje en código de otros degenerados anónimos. Es algo vergonzoso como jugar al doctor, pero además es un abuso porque los pobres fideos no pueden defenderse.

choris


Ayer al mediodía, excursión a Chinatown. Consiste en ir caminando (una hora y media), almorzar en Todos Contentos con vinito blanco fresco, mirar los horrendos chirimbolos pseudochinos, comprar cereales en la Casa China y pescados en el gran supermercado que huele a mafia china de acá a la China.
Ayer saqué unas fotos en el sector pescadería. Alguien sabe por qué un chorizo oriental debería costar 20 pesos más que uno argentino?

jueves, septiembre 07, 2006

Anorexia


Hace seis semanas que Alonso no come ni toma agua. Le ofrezco en la boca chauchas tiernas y pedacitos de pan integral que normalmente lo pierden y rechaza todo sacudiendo la cabeza y cerrando los ojos.

Durante los primeros días no me preocupé pero después sí. Lo ausculté y no parecía tener nada respiratorio. Llamé a su veterinario, el increíble Dr. G., especialista en animales exóticos y me dijo que se podía esperar unas dos semanas más, pero que si seguía igual tenía que hacerle una radiografía. Los dos diagnósticos posibles eran: 1. que tuviera huevos atrapalhados en la panza y 2. que tuviera un tumor en un órgano abdominal. Además me indicó que lo alimentara a la fuerza con Ensure, un alimento líquido que se les da a los pacientes que no pueden comer. Sintiéndome un poco ridícula le dí Ensure presentado de mil maneras que serían la envidia de Ketty de Pirolo pero tampoco lo probó. Eso de la anorexia, de negarse absolutamente a comer, es muy impresionante. Es como si se obstinara en morirse. No se lo ve más flaco ni menos vivaracho, pero aún en el capítulo más bizarro de Animal Planet no existe un animal que pueda vivir sin comer ni tomar líquidos durante meses. Dr. G. insistió en que lo forzara a comer y entonces empecé a darle Ensure todos los días con una jeringa directamente en la garganta. Para eso tengo que envolverlo en una toalla, inmovilizarlo como con un chaleco de fuerza, engramparlo entre mis piernas y proceder a abrirle las mandíbulas, que cierra con la fuerza de una tenaza neumática. Meto un dedo entre sus dientecitos filosos, hago palanca, introduzco a presión la jeringa cargada con ese líquido dulce y rosa y le voy lanzando chorritos en la garganta. Él traga porque de lo contrario se ahogaría. Mientras tanto le explico que odio hacerle eso, que es una violencia espantosa, pero que no lo voy a dejar morir. –Coméle a mami, le digo a veces, pero no me come.

Ayer lo llevé al consultorio del Dr. W, una especie rara de veterinario que radiografía animales. Metí a Alonso en su jaula y fui en taxi a Belgrano. En la sala de espera había dos pacientes esperando: un gato con neumonía y un perro con el tren posterior paralizado. Los dueños de ambos tenían una expresión de mucha infelicidad. El piso de linóleo estaba como barnizado de cacas y vómitos. Alguien le había pasado un trapo a la ligera y en los ángulos se acumulaban restos orgánicos inidentificables. En mi silla parecía haber estado sentado un afgano con problemas: había mechones de pelo largo enredados en las patas y en el respaldo. El gato roncaba con cada inspiración y gemía con cada espiración. El perro aceptaba su destino con cara de buenos amigos. Era muy muy triste todo. Cuando le llegó el turno a Alonso lo extraje de la jaula a duras penas porque se aferraba a los barrotes como un preso que sabe que lo van a ajusticiar. Después lo extendí cuan largo es sobre la placa radiográfica tratando de que se mantuviera quieto pero corcoveaba y se retorcía como una lombriz gigante. Intentó algunos cocodrilo rolls, un movimiento característico diseñado para escabullirse de las peores situaciones. No lo logró pero en el intento me clavó las uñas profundamente en las dos muñecas. Cuando Dr. W me indicó que podía levantarlo me chorreaba sangre por las manos.

Es muy conmovedor que cuando se asusta mucho se me trepa, se adhiere a mí y se queda muy quieto durante un largo rato. Como se había pegado un gran susto lo dejé treparse y me fue haciendo tajos en los hombros, en el cuello y finalmente en la cabeza, donde se apoltronó mucho más tranquilo.

Mientras esperábamos que se revelara la placa oímos la respiración angustiosa del gato y el raspar involuntario de las patas traseras del perro, que tenía una especie de convulsión y vomitaba un líquido cerúleo sobre los pies de su dueño.

Yo levanté a Alonso y le apoyé una oreja en el cuerpo y durante diez minutos escuché sus pulmoncitos y su corazón y me los imaginaba rosados, húmedos, latiendo, inflándose y desinflándose, rítmicos, bombeando aire y sangre. Dr. W. volvió con el diagnóstico: se había verificado la opción 1 (huevos en la panza) y pudimos volvernos a casa.

Después, atendiendo en el consultorio, ví que los pacientes me miraban extrañados los brazos y las manos y les dí mi explicación de siempre: que había estado podando rosas. Esta vez era obviamente una mentira. En esta época no hay rosas y los rosales se podan en marzo.

Tengo los brazos llenos de mataduras y la cabeza cubierta de costurones pero no me parece mal. Es algo que se llama iguana scarification, una contraseña universal que lucen todos los dueños de iguanas.

domingo, septiembre 03, 2006

scaffolds

Alguien me dijo que tengo los dientes torcidos. Al día siguiente fui a ver al doctor Finger y le pedí que me los enderezara.

El doctor Finger es un auténtico PRO, siempre optimista, una especie de vecino bienpensante con sus herramientas siempre listas para embellecer la sonrisa de los cinco continentes. Me examinó, me toqueteó toda la boca, me tironeó de los dientes como si fuera a comprarme y me halagó diciendo que tenía todo el comedor en muy buen estado y que valía la pena ponerme aparatos de ortodoncia. Le dije que sí y me adhirió a cada diente de adelante un plastiquito con una ranura por donde pasó y ajustó un alambre de titanio. Me dijo que tenía que cambiarme el alambre por uno más fuerte cada 4 semanas y que en 8 meses iba a tener los dientes derechos como un piano. Los primeros cinco días tuve la trompa como Louis Armstrong porque la cara interior del labio superior se me enganchaba en los alambres cada vez que sonreía, hablaba o respiraba. Lo llamé para preguntarle si era normal o si debía alarmarme y me dijo alegremente que era totalmente normal, que me tomara un corticoide y que no me desanimara. Ese horrible destrozo en partes mías que nunca habían sido holladas por ningún enemigo desapareció a los diez días, cuando mi labio se curtió como la capellada de un zapato. Pero cada vez que Dr. Finger cambia el alambre anterior por uno más poderoso, durante una semana siento como si me hubiera caído de cara y me hubiera quedado ahí, con los dientes de adelante clavados contra el canto de un placard. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que no puedo comer ciertas cosas, como lechuga o espinaca, porque se me quedan fragmentos atrapados, como vellones de oveja en un alambrado. Y ya no puedo sonreír como antes porque a la ida no es nada, pero al volver el labio se me queda enganchado en los plásticos y me parezco al señor Lambetain.

Ahora antes de sonreír lo pienso un rato y de reír ni hablemos, con lo que me gustaba reírme a carcajadas antes de que el Dr. Dedo llegara a mi vida.

Cuando no puedo aguantar la risa sonrío reprimida y caprina como Hannah Arendt. No quisiera frustrar a nadie, pero creo que estoy empezando a deprimirme. No sé si llegaré viva a diciembre para ver mis dientes nuevos.

sábado, septiembre 02, 2006

vitiligo




Vieron que toda la ciudad quedó marcada por el granizo?

No sólo hay miles de autos con el capot abollado y miles de techos de vidrio astillados: las veredas, los techos y los toldos quedaron como si tuvieran vitiligo. Me impresiona eso. Quiere decir que la fuerza de los hielazos limpió la capita de mugre superficial y tal vez la marca nunca se vaya, porque la suciedad futura siempre será menor en esas manchas que ahora son más claras. Me gusta ver las cicatrices. Es increíble que nos hayan cagado a cascotazos durante media hora y que hayamos quedado marcados para siempre.

viernes, septiembre 01, 2006

No abuela


Los cinco dicen que no piensan tener hijos. Si cumplen, eso quiere decir que no voy a tener nietos. Cada uno aduce razones diferentes, todas respetables:

A.1 está casado desde hace varios años pero quiere dedicarse a su trabajo, que es muy exigente, y además vive en un lugar donde criar niños es complicado.

B.1 también vive con su mujer desde hace unos años. Ellos no descartan la posibilidad pero quieren pensarlo bien. Están haciendo una especie de residencia –es decir de práctica como hacen los médicos- con niñitos ajenos. Los cuidan, les cambian los pañales, les rompe los quimbos que griten y que ensucien y después deliberan entre ellos
–Qué haríamos en esta situación? –Quién se levantaría de noche a atenderlo si llora? Por ahora están investigando el tema. Tal vez tomen una decisión en el 2007, pero lo dudo. B.1 se sabe muy neurótico pero como además es muy serio y muy bueno no quiere fabricar nenes habiendo tantos ya fabricados, dice.

B.2 vive sola. Recambia novios con cierta nerviosidad y por causas que son invisibles al ojo humano. Es una actriz genial y es bella. A veces, cuando llora y se retuerce las manos en una de sus crisis de angustia, parece un hermano lindo de Humberto Tortonese. Cuando hace eso la abrazo, le muerdo suavemente la punta de la nariz, que es huequita y flexible y la aprieto mucho para calmarla y para exprimirle la locura. Cada nuevo novio conlleva durante los primeros meses el proyecto de tener hijos pero el rápido proceso de putrefacción de relaciones que ha perfeccionado hace que en pocas semanas eso quede totalmente olvidado. Durante los tres primeros novios yo creía ingenuamente que iría a concretarse. Me encontré mirando vidrieras de negocios de ropa para nenes y jugueterías y planeando cómo organizar mi tiempo para cuidar al bebe si me necesitaban. Ahora me hice escéptica. Cada vez que me cuenta que ahora sí ahora sí ahora sí ahora sí por fin mami es para siempre y vamos a tener hijitos, yo refunfuño: -Avisame cuando nazca.

A.2 vive solo. Es un guachito hermoso y un cocinero genial. Se hace el duro pero no hace falta mucha sensibilidad para ver que se trata de un ovillo de alambre de púa relleno de dulce de leche. Éste también hizo grandes planes de familia tipo al segundo día de dormir con una mina. Después descubrió que no es fácil convivir con alguien conservando la alegría de los primeros meses y se fue entristeciendo y sus planes fueron haciéndose más realistas. En A.2 tengo puestas grandes esperanzas: trabaja duro para ser un hombre grande y se muere de ganas de tener bebitos para educarlos bien. (Lo dijo así, educarlos bien, porque todavía no sabe que a los nenes se los ama, no se los educa, y que de todos modos, siempre sale todo mal).

Finalmente, B.3 vive con nosotros y parece la más alejada de la intención de reproducirse. Es muy chiquita, una pequeña bomba atómica de belleza e inteligencia por partes iguales, demasiado ocupada en vivir como para derivar un fragmento de interés a ningún otro rubro. Es re dura. -Conmigo no cuentes, no pienso tener hijos, cortála, me dice cada vez que me derrito frente a un bebe. Sin embargo ama amorosamente (eso existe, amar amorosamente) y cuida maternalmente a Z., su hermanito de 10 años.

Espero que no tenga hijos pronto, pero también espero que un día los tenga, por lo menos para que la estirpe de polacos chiflados que le dio origen no se desvanezca.

En síntesis, parece que ninguno de los cinco me va a dejar ser abuela.

Pero yo no me entrego: colecciono cosas lindas para mis nietos y tengo ya una bonita biblioteca para cuando se queden en casa mientras sus papás salgan. Guardé todos los libros de mis hijos cuando eran chicos, con sus ángulos babeados y mordisqueados. Son los que les leía, los que recitábamos haciéndonos los locos cuando yo era joven y ellos eran unos ratoncillos. Y encontré otros muy interesantes que pienso leerles y cuyos ángulos pienso dejarles babear y mordisquear.

Me siento como una de esas perras que no tienen hijos y se roban un cachorro ajeno y lo amamantan con sus tetas sin leche.

Mi perra Daga, en el éxtasis de su maternidad frustrada armaba nidos y robaba trapitos que cuidaba y lamía con un frenesí desesperado, como si fueran perritos pero con un tinte bizarro, patológico.

Mi abuelismo postergado no es lo mismo pero se le parece un tanto. Acá hay una foto de la biblioteca para nietos que armo en secreto desde hace años en un huequito de la biblioteca general.

En realidad me gusta que los cinco se nieguen a obedecer el mandato de reproducirse. Me gusta que se resistan a acatar el arquetipo social y los deseos maternos. Los apoyo, los entiendo, admiro que sean tan claros y tan serios para tomar decisiones importantes. Yo no fui así. Nunca tuve las cosas tan claras. Actué como una chanchita, como una vaquita, sin pensar más que en el mandato de la especie. Me dejé llevar como un aguaviva por las olas. No me arrepiento para nada, pero cuánto más sabias que yo son estas cinco personas.