Me gusta pensar en lo que va pasar cuando me muera.
Al principio habrá un pequeño estupor como de hormigas cuando por azar uno mata a la hormiga guía y las sobrevivientes se hacen señas frenéticas con las patas emanando signitos de interrogación por la coronilla: –A dónde vamos? – Ahora qué hacemos?. La confusión dura uno o dos segundos porque enseguida una de ellas toma el mando, señala la dirección correcta y la vida sigue como si nada.
No es que yo me crea la reina de las hormigas ni mucho menos, pero me enorgullece que si la casa fuera una molécula compleja como la de hemoglobina yo sería su átomo central.
Me gustan los trabajos domésticos porque son los que hacen funcionar al mundo. Me cago en la política, en la economía y hasta en la literatura si no hay alguien con alma femenina que mantenga en buen estado la maquinaria que abriga a los bebés, alimenta a los cansados, limpia la ropa y ordena la casa todos los días.
Después de los previsibles días de desconcierto post mortem mi amiga de toda la vida, M.E., se presentará a retirar mi saquito de seda de Armani que compramos juntas en 1975. Ese día le gustó tanto que le prometí dejárselo en herencia y me lo recuerda siempre.
Sin dejar de llorar en ningún momento las dos Nenas, la grande y la chica (B.2 y B.3) se disputarán mis collares hippies de los 60, mis mil pulseras, mis anillos raros, mis aros y mis pañuelos preciosos, aunque no mi ropa ni mis zapatos porque les quedan grandes. Tal vez tironeen del tapado bordado ruso porque curiosamente nos va bien a las tres, pero seguramente transarán en usarlo una semana cada una.
Después se irán presentando dudas sobre cuestiones prácticas que nunca sospecharon que existieran. No hablo de saber cuándo el almíbar llega al punto bolita para hacer cáscaras de pomelo confitadas ni de conocer la receta del pan de miel de mi abuela alemana que tanto les gusta en Navidad, porque todo eso está escrito a mano en mi cuaderno de recetas y además pueden consultarlo en el Larousse o en Internet.
Me refiero a cosas que a pesar de su aparente insignificancia son vitales para que la casa siga siendo la casa. Un día verán el cactus pijoideo de seis glandecitos rojos que está en la biblioteca y se preguntarán cuándo hay que regarlo. Sobre la colonia de kefir se les planteará una duda crucial: cada cuánto tiempo hay que colarlo para que salga rico? Lo cuidarán como yo lo cuidé durante 25 años o lo olvidarán en su cubículo hasta que se convierta en una bola de hongos verdes? Y querrán y sabrán hacer el queso de kefir que les dejo en la heladera todas las semanas o lo reemplazarán con alivio por un práctico queso Piladelpia comprado en Coto?
Los días sin mí estarán llenos de incógnitas: -Cómo se traba el vaso de la multiprocesadora para que funcione? Dónde está la lanita de repuesto del sweater de alpaca gris que tiene un agujero? A dónde se lleva a arreglar el control remoto del aire acondicionado? (al Rey del Control Remoto no, amigos; sigan participando). Dónde se reparan los herrajes de las valijas? Lo que hay en la lata roja es pimentón o pimienta de cayena? El pantalón negro se lava o se lleva a la tintorería? Dónde están los botones de repuesto del saco azul? Cómo se saca la mancha de birome de la camisa? A quién hay que llamar para que saque el tender roto y amure uno nuevo? Dónde se compra un tender nuevo? Dónde se mandan a encuadernar los libros rotos? Cuándo se saca la ropa de la temporada de los baúles? Y dónde están los baúles?
A nadie le interesan esos secretillos de Utilísima porque desconocen que son centrales para que la vida sea abrigada y confortable. Es suficiente con que yo los conozca y los ponga en práctica sin que se note. Sólo a mi nuera (R., la mujer de B.1) le entusiasman esos datos que todo el tiempo nos transferimos como por vasos comunicantes bidireccionales.
El hijo B.1 y la hija B.3 comparten conmigo el placer de lavar la ropa. Les gusta como a mí saber cómo se extirpan las manchas de vino tinto, café, té, velas derretidas y óxido. Y también les gusta oler la ropa secada al sol cuando la descuelgan. B.1 ha llegado a llamar a Skip para pedir consejo sobre manchas rebeldes. En cambio B.3 se debate entre dos sentimientos ambivalentes. Por un lado es una dura: odia derrochar su valioso tiempo, ataca a las manchas como a invasores y les tira a mansalva con todos los quitamanchas del lavadero, pero por otro lado se alegra cuando alguien se tira el tuco encima porque puede ejercitar su arte.
Me parece que todos en general creen que podrían vivir felices sin olor a pan de miel, a tostadas, a café fresco, sin membrillos al natural, sin kefir, sin pitucones en los codos, sin service del lavarropas, sin esencia de tomillo en el agua del baño, sin masajes en los pies, con los zapatos sucios y con manchas de grasa en la solapa. Pero yo sé que no saben nada de la realidad y que recién cuando me muera descubrirán que esas pequeñas garchitas eran todo el secreto de la felicidad.
2 comentarios:
Seguramente no te van a extrañar sólo por esas pequeñas cosas...
No, seguro que no. También van a extrañar las panzadas de risa que se hacían conmigo, y lo ridícula que yo les parecía y cómo los mimaba cuando estaban tristes.
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