Tengo un telefonino Movistar. Lo necesito para que mis pacientes puedan localizarme siempre. De otra manera no podrían describirme sus síntomas más repugnantes mientras estoy almorzando.
Es un modelo medio viejo. Empezó a andar mal hace tres semanas. Después de un minuto se entrecorta la voz y finalmente se corta la comunicación.
Hace dos semanas lo llevé al local de Movistar de Honduras y Juan B. Justo. Allí funciona un mundo sórdido donde interactúan con desconfianza mutua empleadillos ambiciosos y clientes insatisfechos. Me gusta ir. Como hago siempre cuando debo hacer trámites largos, llevo un libro y mi cuaderno de dibujos y cuando me aburro de leer dibujo a las personas. Me regocijo con una nariz o con un zapato o me obsesiono con el rictus de una empleada y así se me pasa el tiempo sin sufrir.
Pero esta vez tuve que esperar más de una hora y cuando finalmente llegó mi turno se les cayó el sistema. No sé qué significa eso, pero el resultado es que no podían tomar trabajos por un tiempo indeterminado. Durante media hora no dieron esa información, así que seguí esperando y cuando ví que el lugar se iba congestionando de clientes no atendidos, pedí el libro de quejas. Esa es una vieja costumbre germánica justiciera que mi papá me enseñó y que hasta hace treinta años tenía cierto poder amedrentador. Me lo entregaron, escribí mi queja y como el empleado encargado de recibirlo no estaba, pude hojearlo de cabo a rabo. Mi queja ocupaba la última página del libro, y la primera estaba fechada exactamente cuatro meses antes. No cualquier empresa consigue llenar de reclamos uno de esos enormes libros en sólo 80 días hábiles. Hay que reconocerle a Movistar ese record, más allá de las críticas que ustedes quieran hacerle.
Hoy encontré otro local de Movistar en la calle Corrientes. En éste hay más inversión en sillas, en revestimientos de paredes y en culos de empleadas. Tal vez acá ganan un poco más o tienen quince minutos para almorzar, por lo cual tienen una expresión menos angustiada. Llevan un uniforme como de degustadora y sonríen hacia la nada con una sonrisa rígida y una mirada hostil. Había tres charlando en el hall de entrada y una de ellas me derivó a la empleada que se haría cargo de mí. Luciana, decía su cartelito identificador. Me explicó que allí no hacen reparaciones: sólo venden equipos nuevos. De todos modos el mío era obsoleto, me informó y me convendría comprar uno más moderno. -Bueno, le dije, cómo son los nuevos? -No tenemos todos en este local. Para eso tiene que ir al de la calle Medrano, pero le muestro los que tenemos, y me mostró una fotocopia blanco y negro con seis telefoninos en diversas escalas que no permitían imaginar cómo son en realidad. -No se pueden ver de verdad? le pregunté. -De ninguna manera: usted lo elige, lo compra y después lo ve, son las disposiciones nuevas de la empresa. Pero puede ver unos parecidos, dijo, y me llevó a una vitrina como de museo de antropología con diez telefoninos acostados bajo un acrílico. Señalé uno que era un 10% menos grasa que el resto, y le pregunté cuánto costaba. -500 pesos en seis pagos sin interés, pero no hay en este color sino en gris, me explicó. -Y en serio no lo puedo ver antes? -No, una vez que lo compre sí, puede verlo. -Ah, qué buenos que son, dije, entonces lo compro. Luciana tecleó en su PC, chasqueó los dedos y dijo –Uf, se colgó! Se acercó a otro empleado, le pidió hacer la operación desde su compu y él le dijo que no. Se ve que además son buenos compañeros. -Espéreme un minutito, dijo Luciana, y se fue. Me puse a leer un libro sobre comportamiento animal escrito por una autista y cuando volví en mí habían pasado veinte minutos. Fui a la recepción y una degustadora me contactó (es la palabra que utilizó) con otra empleada, que fue a buscar a Luciana. Diez minutos más tarde volvieron ambas y con expresión neutra me dijeron que el equipo tardaría una hora en ser extraído del depósito. Después de haber perdido treinta minutos se me acababa el tiempo disponible del mediodía, así que decidí suspender la operación y pedí hablar con un supervisor. Quería exponerle mis ideas acerca de cómo se supone que se debe tratar a los clientes, decirle que en general no es aconsejable tratar mal a quienes desean comprar algo. Nueva espera de diez minutos. De repente apareció otra empleada con un libro de Quejas y Reclamos bajo el brazo. –Señora, el supervisor de atención al cliente se encuentra ocupado en estos momentos. Le rogamos que escriba su queja mientras lo aguarda y enseguida la llamarán por su apellido, me espetó con sus palabrejas de marketing. Me indicó que esperara en el piso de abajo, donde había varias colas serpenteantes de clientes con expresión estupefacta. Me senté y escribí tranquilamente detallando todas las circunstancias de mi tránsito por el lugar. Después esperé otros veinte minutos. Nadie me llamó. Volví a las degustadoras y les pregunté dónde estaba el sector Atención al Cliente para devolver el libro de quejas. Volvieron a mandarme al subsuelo para que siguiera esperando allí a que me llamaran. Al bajar encontré a un hombrecillo con cara de buena gente y le expuse mi problema. Si el responsable de Atención al Cliente no podía recibirme porque estaba muy ocupado, habría otra persona a quien podía entregarle el libro con mi queja? -Un momentito, me dijo y trepó por la escalera hacia arriba. Esperé otros 10 minutos. Me levanté de la silla, subí la escalera, pasé entre las degustadoras que ahora estaban hablando de un partido de polo, las saludé levantando el libro de quejas en alto y caminé muy lentamente hacia la salida. Pensé que alguien me iba a detener. Tal vez Luciana, tal vez una degustadora vivaracha, quizás un empleado débilmente conectado con el mundo real o uno de los custodios reciclados de los 70 o el responsable de Atención al Cliente, pero nada de eso ocurrió: desde la vereda miré hacia el interior y todos los habitantes del acuario seguían en lo suyo pensando quereMe, compraMe, hablaMe.
Volví en subte leyendo quejas y reclamos de toda clase de personas: los parsimoniosos, los resignados, los violentos, los desquiciados clientes de Movistar lloriqueando, insultando, amenazando con sus palabras impotentes que salvo yo nunca nadie pensaba leer ni contestar.
Mañana pensaré qué hacer con el tesoro que capturé. No se me ocurren muchas opciones. Una es mandarle el libro al director de Movistar con una carta sugiriéndole que organice la empresa como si los clientes fueran su fuente de trabajo, no sus víctimas predatorias. Otra es ponerme en contacto con los clientes enardecidos que han escrito en vano su reclamo para planificar una operación conjunta. Ésa no me entusiasma: temo terminar en una lista sábana entre Nito Artaza y Juan Carlos Blumberg. Otra es mandarle el libro a CTI o a Personal, pero sólo sería por el placer personal de la maldad, porque deben ser tan hijos de puta en una empresa como en otra.
Ya terminé el libro de los animales así que voy a meterme bien abrigadita en la cama a leer una variante del mismo tema: el comportamiento estúpido de los horribles animales urbanos. Pero de paso gozaré un rato de mi pequeño pero elegante acto de justicia.
7 comentarios:
buenísimo! un acto de justicia! ahora eso sí: esperamos un post con algunas perlitas de esas quejas. es menester.
¡Chapeau!!!!!!!
Un acto de justicia sería incendiar todo, o ametrallar a todos los empleados y gerentes. Ellos no tienen el grueso de la culpa, pobrecitos, pero si no es con un castigo ejemplar, ¿cómo se hace para disuadir a los jóvenes de aceptar esos empleos?
Mamma, estuve leyendo esos textos y lloré de risa y de pena, miti y miti hasta la madrugada. seleccionaré algunos para el blog.
Explorador 54, creo que no son los empleados los responsables. La responsabilidad comienza muy muy lejos. Los empleados trabajan de eso porque necesitan trabajar. Claro que para elegir y tolerar esa situación hay que ser medio reventado, como para elegir ser cana o guardia cárcel. Pero no creo que dé para ametrallar ni para incendiar. Eso no funciona como uno cree, sino excatamente al revés.
Mamma, estuve leyendo esos textos y lloré de risa y de pena, miti y miti hasta la madrugada. Seleccionaré algunos para el blog.
Explorador 54, creo que no son los empleados los responsables. La responsabilidad comienza muy muy lejos. Los empleados trabajan de eso porque necesitan trabajar. Claro que para elegir y tolerar esa situación hay que ser medio reventado, como para elegir ser cana o guardiacárcel. Pero no creo que dé para ametrallar ni para incendiar. Eso no funciona como uno cree, sino exactamente en el sentido contrario.
Sí, ya sabemos que no es la mejor solución, pero no hay que olivdar que la mano dura es muy terapéutica para quien la utiliza ya que ayuda a descargar tensiones. Los pobres empleados no tienen la culpa de estar en el frente de batalla, pero ahí están.
Geanil!!
Yo visité el Centro de Experiencia Movistar hace unos días y pase EXPERIENCIAS similares a las que describis.
Lo curioso es que en el en el flamante Centro de Experiencia no pude experimentar el uso de mi nuevo celular ni luego de pagarlo ya que me lo entregaron sin batería.
Esperé la compra de mi iphone durante un año y algo que podría haber sido agradable lo convirtieron en un mal día.
Otro detalle divertido, fue que nadie me aviso de que éste celular iba a terminar con mi crédito por uso de internet el mismo día.
El plan nuevo, con internet libre, entraría el proximo mes.
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