martes, octubre 24, 2006

Bye bye love (haiku)






Tu gato y el mío
no se conocen.
En el jardín llora un sauce.





Haiku-no-michi

lunes, octubre 23, 2006

Escatología



Llega la pizza de Romario. La fainá viene en una caja triangular de cartón. Será la influencia del día de Don Vicente, pero pienso que puede reciclarse como práctica cartuchera para transportar un arma en un momento de apuro.

Afectada tal vez por las últimas noticias, también de a ratos me parece un sarcófago.

Corto el remanente de la pizza, la ordeno porción sobre porción para comerla en el desayuno de mañana y cierro la cajita. Queda muy monona. Pero de repente a todos nos asalta la duda: la pizza estará allí realmente? Con todas sus aceitunas? No nos habrán madrugado llevándose una porción?

Abro la cajita y miramos. Uff, qué alivio! Todo sigue en su lugar.

Nos vamos a dormir tranquilos.

Mañana será otro día.

sábado, octubre 21, 2006

Tortuguitas




El cartel señala la salida de la autopista en Garín; el auto obediente baja y sigue la curva hasta una rotonda donde conviven en una promiscuidad horrenda parrillas, pizzerías y agencias de remises envueltas en un revoltijo de olores y sonidos. El auto sigue por un pasillo que enhebra decenas de barrios cercados.

En cada entrada hay una caseta de cemento blanqueado y dos guardias travestidos de militar centroamericano detrás de una barrera. Toda la instalación dice sin palabras que los que viven allí tienen algo muy importante que ocultar. Usted está aquí dicen los carteles para que uno no se equivoque y se arriesgue a ser fusilado.

Los barrios cercados se llaman country, que significa campo y se ve que lo dicen con inocencia, sin la menor ironía. Todos tienen un cartel con un nombre campestre y un símbolo como de etiqueta de vino fino. En unas casitas alejadas amontonadas sin ton ni son sobre la tierra viven los que cortan el césped, podan el cerco, desinfectan la pileta, lustran el piso, lavan los platos y limpian los baños en el country.

Mirando por la ventanilla abierta del auto trato de hacer coincidir la realidad con el recuerdo. Hace cincuenta años Tortuguitas era un animal inmenso adormecido en el polvo, unos molinos esperando el viento y un túnel forrado de eucaliptus que terminaba a cincuenta metros de la casa. Sé que es el mismo lugar porque lo dicen los carteles pero de todo eso no queda nada. De repente por la ventanilla del auto entra un dato del pasado tan certero como un detector de iris en un aeropuerto japonés: el olor. Es el olor de los únicos días felices de mi infancia, un olor fresco de algo recién nacido y en el fondo el de algo verde que se quema.

El auto va muy rápido pero igual veo sobre la izquierda un lote que se vende y entre los álamos petisos, una casa que me parece aquella. Lo digo en voz alta pero en cuanto empiezo a explicarlo me avergüenza mi desubique: hace cincuenta años la casa ya era viejísima y es inconcebible que se mantenga en pie hasta hoy. Era un paralelepípedo bestial atravesado por un pasillo oscuro. Sobre la puerta de madera un artesano italiano había grabado el año de construcción, que ya era lejano en aquella época. Hacía más de cien años que se empecinaba como una viuda en medio del campo, calcinada en verano y aguantando con el lomo agachado la mordedura del invierno. En una arquitectura tan seca cualquier consuelo (un alero, una galería) hubiera sido una debilidad incongruente. El piso del pasillo central era de baldosas calcáreas opacas y porosas lustradas de rodillas y a muñeca con kerosene y aceite de linaza. Las juntas se abrían obligadas por la comba del piso y exhumaban olor a tierra húmeda. Yo cruzaba ese pasillo silencioso corriendo desesperadamente porque alguien me dijo o lo pensé, que debajo había un cementerio. La cocina era un rectángulo enorme y ahumado con dos ventanitas hundidas en el muro. Allí comíamos sopa con caracú o choclos con manteca y los grandes hablaban de cosas misteriosas. Los chicos estábamos siempre afuera, como los perros y con ellos.

En aquel mundo la clasificación taxonómica de los perros era muy sencilla. Había de tres colores y de dos razas: negros, blancos y amarillos, finos y crotos. Ceferino era un perro croto, amarillo.

En una foto blanco y negro estamos los dos acostados sobre el piso de tierra del fondo detrás de la casa.

De Ceferino se ve la esfera de sus bolas prolijamente dispuesta entre las patas, su rabo corto y una oreja que asoma. Yo tengo la cabeza apoyada en su cuello como sobre una almohada. Estoy despierta. Miro desvaídamente hacia la cámara. Tengo dos años. Seguramente Ceferino está dormido: siempre dormíamos la siesta allí, mi cuerpo de nena desmayado sobre su cuerpo perruno. Su tórax subía y bajaba más lentamente a medida que se deslizaba en el sueño y yo me dormía respirando confiadamente el olor de la tierra seca, sumergidos los dos en la sombra narcotizante de los árboles. Sé que tengo dos años porque me lo dijeron. Si es así, esa entrega, esa confianza, es el primer recuerdo de mi vida. Dicen que cuando Ceferino se despertaba se quedaba quieto mirando resignadamente a los que se burlaban de su devoción y recién cuando yo me despertaba él corría a hacer un interminable chorro de pis contra un árbol.

Es una ley de la infancia que los chicos sean alejados sin explicaciones de los lugares donde son felices, asi que sin decirme cuándo ni por qué, un día no me llevaron más.

Hoy cuando volvíamos por la autopista pensé que quizá Tortuguitas sigue estando donde estaba y simplemente no se ve. Tal vez han construido la escenografía encima del campo verdadero y cerca de la superficie, a un metro de profundidad, estén la casa, los eucaliptus, la tierra y Ceferino. Los que van allí los fines de semana, aturdidos, no pueden saberlo. Construyen casitas facsímiles de algún estilo, quieren a perros de razas extrañas y hacen sus prolijos asados sin imaginar que debajo del country espera pacientemente el campo. Algunos perciben que hay algo raro bajo la superficie y en un arranque de terror impotente vuelcan pavas de agua hirviendo en la boca de los hormigueros.

viernes, octubre 20, 2006

Mi apá 5

A mi apá le gustaba salir conmigo de noche. Pensándolo bien, organizaba unos programas realmente bizarros para una niñita de 9 o 10 años, pero en aquél momento me parecía totalmente normal lo que hacíamos.

Me llevaba a la maravillosa librería Atlántida y nos quedábamos hojeando libros durante horas. Yo sabía que podía elegir lo que quisiera y casi siempre me decidía por algo absurdo. Una vez quise El Contrato Social. El empleado que nos atendió preguntó mi edad disimulando mal su desacuerdo y a mí eso me encantó. Me gustaba que mi apá y yo fuéramos cómplices frente a la pacatería y a la boludez. Lo curioso es que leí con mucho interés todo el libro y años después lo recordaba muy bien. No me imagino ahora leyendo un mamotreto así sin desmayarme de aburrimiento.

Después íbamos a comer pizza a Güerrin. Eso era la perdición. Nos quedábamos adelante, en el sector donde se come parado frente a las mesas altas de mármol, donde comen los jubilados y los solitarios. Papá pedía una silla para mí y comíamos unas tremebundas porciones de muzzarella. A mí me trastornaba la fugazzetta rellena con jamón pero no se despachaba por porciones, así que a veces pedíamos una chica para los dos. Papá tomaba cerveza pero a veces se mandaba un moscato y me daba a probar un poquito. Eso también me gustaba. Era dulce como un jarabe para la tos, más precisamente como Benadryl, el jarabe con codeína que fue mi droga de la niñez.

Después íbamos al cine pero no a ver pelis de chicos. Me llevaba a ver las de Gardel y a la salida él cantaba partes de tangos mientras caminábamos por Corrientes. Era excitante andar de noche por la calle con mi mano protegida dentro de su manaza mirando los carteles luminosos, que me parecían el paradigma del lujo y de la alegría. Me parece que me daba un poco de miedo y de ganas de volver a casa ver que muchos negocios habían bajado las cortinas metálicas. Eso me hacía sentir que era malo lo que estábamos haciendo.

Un día nos cruzamos con una vieja y papá se paró en seco y gritó –Tita! y la abrazó como si fueran amigos. Ella se inclinó haciendo descender un par de tetas en punta como dos conos apuntando a mi cara. Me dio un beso pegajoso y yo me froté los cachetes con el borde del vestido. Después papá me dijo que no tenía que hacer eso y me explicó que la vieja era Tita Merello. Yo no sabía quién era: seguí pensando que eran amigos y que tenía una piel viscosa. Ahora reconstruyo la escena y pienso que ella no tendría más de 40 años en esa época y seguramente estaba buena, por eso mi papá la saludó con tanto entusiasmo.

Pero lo mejor lo mejor de todo era cuando me llevaba al Luna Park. En la entrada me daba miedo perderme porque había miles de hombres, mucho movimiento, luces y ruidos, pero papá me levantaba y me llevaba a upa hasta llegar a nuestra butaca. Ahí adentro era maravilloso. El aire era puro humo, una nube que con las luces se hacía opaca como la leche. Pasaban vendedores de algo que no recuerdo qué era, seguramente no coca cola porque en esa época era una rareza, pero tal vez panchos, o vino, no sé, y el vendedor gritaba y los gritos de todos me aturdían pero no me daban miedo porque me apretaba contra mi papá. Me acuerdo de la tela áspera de su saco contra mi cara y del olor exquisito que siempre tenía y que yo creía que era olor a hombre y tal vez lo fuera.

Era precioso estar dentro del rugido de la multitud que subía y bajaba siguiendo el ritmo de la pelea. Una noche ví cómo un boxeador le rompía los dientes a otro. Volaban hilos de sangre y saliva sobre la platea hasta la segunda fila y nosotros estábamos en la tercera. El tipo escupía pedazos de dientes al costado del ring.

Después entrábamos a casa sin hacer ruido, yo me acostaba y a veces papá se asomaba y me tiraba la camisa que se acababa de sacar. Yo hacía un bollo con ella, la abrazaba y sumergía la nariz en ese olor que es el más rico que olí en mi vida, tabaco y chivo por partes iguales y me quedaba dormida.

miércoles, octubre 18, 2006

gómitos

A los cinco años B.2 tuvo una gastroenteritis bestial: pasó un día entero vomitando y cagando cada dos horas. Ella se metía por debajo de mi remera, asomaba la cabeza por el cuello y yo la tenía todo el tiempo así abrazada contra mí. Eso la consolaba y le daba calorcito. Éramos como un ser bicéfalo asimétrico. Sólo deshacíamos la posición para correr al baño. Después de varias horas se asustó y repetía este texto ridículo que en medio de la preocupación me hacía reír sin parar: - me se va a pasar la gomita de la panza? me se va a pasar la gomita de la panza?
Después me contó que creía que en la barriga había una bandita elástica que tiraba la comida hacia arriba. Por eso la palabra gomitar le parecía tan apropiada y a la palabra vomitar no le hubiera encontrado sentido.
En un momento tuvo también pánico a seguir cagando y gritaba -Tengo miedo de cagar la mente!
Ahora tiene 30 años y desde ese episodio no volvió a gomitar nunca más, tanto fue el terror que tuvo.

palabritas

Me gusta mucho cuando los chicos dicen mal algunas palabras, sobre todo porque las dicen con seriedad y las repiten una y otra vez siempre mal.
B.1 le llamaba enredón al edredón y rompechámper a la robe de chambre, B.2 decía tigurón y gomitar y B.3 dijo arco ilis hasta una edad muy avanzada. Yo me moría de amor y no les decía nada para que siguieran pronunciándolo así hasta los 20 años.

Lula

Mi profesora de dibujo es una genia. Ella es una artista rara y fantástica pero además enseña de una forma que a mí me hace aprender mucho. Es rigurosa y profunda, sistemática. Dice que hay que manejar la técnica antes de expresar las ideas. Que esa es la obligación de un artista: primero hacerlo bien y después hablamos. El martes abre esta muestra. Como yo no sé colgar imágenes en los blogs porque no aprendí a hacerlo bien, el texto de la invitación se ve minúsculo y no sé cómo agrandarlo.

martes, octubre 17, 2006

El diamante rojo

Lo que más me gusta es atender nenes y adolescentes. Son animalitos solitarios: les pasan cosas terribles que no pueden contarle a nadie y sufren calladamente los miedos y las fantasías más atroces.
Hoy vino uno con un caleidoscopio de plástico que tenía adentro un diamante rojo.
Lo golpeaba contra el piso, lo pisaba con el pie, le daba contra el escritorio para romperlo y extraer el diamante. La madre estaba exasperada. Le hablaba con ese tono impaciente que sólo las madres usan contra los hijos. Le dije al chico que si nos dejaba hablar le daba un martillo para que lo destrozara. Se quedó quieto dibujando. Después lo revisé, le dije que esperara en la camilla, fui al taller, volví con la maza más pesada que tengo y le expliqué cómo no molerse los dedos ni abollarse la cabeza con ella. Puso el juguete en el piso y le asestó un mazazo tremendo. Volaron los pedazos por todo el consultorio. El diamante rojo saltó hasta el techo y cayó sobre una silla y las otras partículas de color se diseminaron en un radio de dos metros. Estaba feliz. Me dijo que nunca antes había usado un martillo.

lunes, octubre 16, 2006


Creo que lo que me gusta es los preparativos y el proceso, más que la cosa terminada.

Estoy por empezar un paisajito que quiero hacer en acuarela: un lugar de Córdoba con un perro. Entonces voy al taller, busco un tablero y cinta engomada y después elijo uno de mis bellos papeles de acuarela italianos (300 grs, puro algodón secado en frío). En la pileta de la terraza pongo el papel bajo el chorro de agua y lo pego sobre el tablero. Corto cuatro tiras de papel engomado, las mojo una por una y las pego bien al bordecito encuadrando el papel. Aprieto los bordes bien apretados con un trapo y dejo el tablero vertical en la sombra para que se seque despacio. Así el papel se tensa y queda fijado bien plano para poder trabajar sin que se mueva.

Después dibujo suavemente sobre el papel seco con un lápiz blando, un 2B y vuelvo a mojar todo para darle la primera mano de acuarela, que va a ser el fondo, el tono general. Todavía no sé si va a ser gris brumoso o celeste argentino. No me acuerdo bien del color del aire de Córdoba, a pesar de que pasé muchos veranos en La Cumbre y en Los Cocos. Era azul? Era gris? Creo que era más bien azul pero no estoy segura: en aquella época nunca miraba el cielo ni las nubes. Andaba a caballo todo el día y lo único que recuerdo es los espinillos que raspaban la piel, la tierra caliente y el delicioso olor a sudor y a estiércol de caballo.

El oro de Villa Celina









Hace tiempo que pregunto dónde se consiguen limones no fumigados. Para hacer lemoncello se usa la cáscara de los limones y para eso es imprescindible que nunca hayan recibido ningún tóxico. Es imposible saber qué clase de flit les echan a las frutas de las verdulerías y tampoco confío del todo en las huertas orgánicas.

Una paciente me traía limones de Salta todos los años pero se peleó con su familia salteña sin pensar en las consecuencias que ese distanciamiento produciría en mi producción anual de lemoncello.

Se lo cuento a C., mi amigo querido, nativo y amante de Villa Celina como Juan Incardona. Cacha el teléfono y ruge –Vieja, deciles a tus amigas que te corten limones de los limoneros que tienen en el fondo pero antes preguntales si alguna vez los fumigaron. –Qué van a fumigar, rezonga la madre, qué van a fumigar si esos limoneros están ahí abandonados y nadie les da bolilla!

Dos días después suena el timbre. Es C., con el auto mal estacionado y una bolsa de limones celinenses vírgenes de todo pesticida. Son gordos y deformes, tienen la piel gruesa y llena de verrugas, como los maravillosos limones de Sorrento. Al abrir la bolsa surge un olor delicioso que me hace acordar a los bizcochuelos que mi tía D. perfumaba con cáscara de limón rallada.

Los lavo muy bien, M.4 los exprime y llena un gran frasco con el jugo. Armamos una cadena de producción: entre los dos vaciamos las cáscaras, las cortamos, y las metemos en un frasco grande con un litro de alcohol. Ahora hay que esperar siete días moviendo el frasco varias veces al día para que el alcohol les extraiga a las cáscaras todo el aceitito, que es lo que le dará gusto al licor. Después viene la otra parte del proceso, que lleva un mes completo. Esta vez voy a hacer crema de lemoncello, una delicia que en el freezer se mantiene líquida pero espesa como el vodka, de tanto alcohol que contiene. Preparáos, amigos dipsómanos.

Bestialismo juvenil 2.

Le pido a A.2 que sirva el helado. Cucharea sin inconvenientes en el de chocolate y en el de dulce de leche. Cuando llega al de limón, clava la cuchara con un ímpetu excesivo y ensarta el envase de telgopor de lado a lado.

Qué bestia eres, chavalín!

domingo, octubre 15, 2006

Bestialismo juvenil



Merodeo por la casa deshabitada y ordeno mil objetos. Encuentro cosas de B.3 arrastradas por la entropía, las rescato, las guardo en su lugar. Nunca hago eso cuando ella está porque su presencia tiene el poder de mantener el caos de su cuarto en un equilibrio relativo, pero hoy miro todo con otros ojos. Veo su robe de chambre colgada en el baño y me sorprende el estado en que está. Parece haber pasado recientemente una temporada en el Líbano y sin embargo recuerdo que se la compré hace pocos meses. Tiene unas manchas blancas como de lavandina. Cómo habrá hecho para lograr tanto deterioro en tan poco tiempo? Estoy segura de que no ocurrió durante el lavado. Será que se lava la cara con lavandina?

Me llama la atención otro misterio: por qué la cuelga siempre sobre la toalla? No percibe que así crea una figura pornográfica como de clase B? Ella no lo ve? O lo ve y no le importa? En cualquier caso, así se asegura que tanto la robe como la toalla adquirirán ese característico olor a pantano de la ropa húmeda que nunca ve la luz del sol.

sábado, octubre 14, 2006


Y las madres a las que se les murieron hijos?
Y las que no saben cómo ni cuándo?
Y los hijos que no saben cómo ni cuándo mataron a su mamá?
Y todos los que no saben dónde están sus hijos o sus madres?
Mi amiga A. dijo un día "sólo quiero saber dónde están sus huesitos"

viernes, octubre 13, 2006


Terminé de escribir el post anterior (el día de la madre es una hijaputez) y atendí a un chico de ocho años que no tiene papá. Se murió muy joven cuando él tenía dos. Es disparatado, disperso, gracioso, un atorrante de River que se pasó la consulta tirando patadas al aire, pero me contó que a la noche llora solo porque no tiene papá y lo peor es que no tiene recuerdos de él.

Me cuenta que tiene un amigo muy querido. -Qué es lo que más te gusta de él? –El papá, contesta, porque nos lleva a jugar a la pelota y me está enseñando a hacer santo en largo.

El día de la madre es una hijaputez


Los hijos grandes almuerzan con ella simulando alegría y pensando que se están perdiendo el partido. Hay peleas solapadas entre hermanos, cuñados y suegros porque ese día todos quieren parecer afectuosos y considerados pero al mismo tiempo cada uno quiere hacer lo que le resulta más cómodo.

Es el ensayo general de la tupacamarización de las parejas, que llega a su punto máximo a fin de año (Navidad con tu familia, fin de año con la mía)

Los hijos muy grandes, que tienen mamás viejísimas, las sacan a pasear ese único domingo cada año pensando que tal vez sea el último. Se las ve pasar sumergidas en el asiento de atrás del auto, medio abombadas por el calor y por el movimiento al que no están acostumbradas.

Los chicos que tienen mamá se sienten obligados a portarse bien ese día y a regalarle algo que la deje patitiesa de asombro. Meses antes, a veces desde marzo, las maestras les proponen fabricar unas garchas horribles reciclando residuos. Hacen collares de fideos que para diciembre ya están rotos y apolillados, hacen portalápices forrados de hilo sisal y monstruosos portarretratos con pegotines de brillantina.

La madre recibe el regalo emocionada, claro, porque le da ternura pensar que el nene estuvo trabajando en secreto para sorprenderla, pero después tiene que poner el portalápices o el portarretratos en un lugar visible y esperar que el tiempo lo vaya decolorando y desarmando para poder tirarlo a la basura discretamente.

Eso, los nenes que tienen mamá. Los que no tienen presencian cómo toda la humanidad se traslada llevando tortas de un lado a otro de la ciudad, ocupando restaurantes enteros y todos los taxis, comprando celulares y flores mientras ellos no tienen para quien hacer el collar de fideos. Cuando mis chicos eran chicos siempre tenían uno o dos compañeros sin mamá. Yo no podía dejar de mirarlos. Se me apretaba la garganta de pena cuando los veía quedarse solos después de las fiestas del colegio, cuando todas nos llevábamos a nuestros hijos un rato antes.

La mamá de mi amiga L. se murió cuando ella tenía 12 años. Cuando volvieron del cementerio tuvo su primera menstruación y no sabía qué le estaba pasando. Sólo tenía a su papá y a su hermano. Siempre que me lo cuenta llora porque lo sigue sufriendo con la misma intensidad cuarenta años después.

Creo que deberían suprimir el día de la madre. Es un motivo de molestia y de sufrimiento para todos los hijos y para las madres también.

miércoles, octubre 11, 2006

mamelones

Reprimir el impulso de meterme y de hablar con extraños me viene desde que mis hijos empezaron a avergonzarse de mí.

Mil veces me pidieron que me portara bien. Ahora ya no, porque se resignaron o porque son más seguros y no les hace mella que su mamá haga papelones. Aprovechándome de eso, cuando están con amigos y sobre todo cuando B.3, que es la más seria, está con un novio nuevo, aparezco y bailo en silencio una especie de twist o de rock a billy como se bailaba en mi época, es decir con cara de dolor de huevos los chicos y con cara de crisis hepática las chicas. Es como un bautismo del novio, como un ritual de iniciación: si vuelve quiere decir que nos vamos a llevar bien.

B.3 espera pacientemente que termine mi pequeño espectáculo avergonzante porque sabe que enseguida me voy y no vuelvo a molestar. Pero igual, a solas siempre me pide que no haga lío.

Creo que ella quedó marcada por un incidente que protagonicé hace unos quince años. Estábamos en un supermercado, yo llevaba una escoba en el carrito y de repente hice una mala maniobra y con el palo de la escoba derribé un estante entero de frascos de shampoo. Me dio un ataque de risa, claro, pero ella se fue caminando como si no me conociera. Fue un verdadero bochorno, lo admito, pero no era para ponerse así.

Otro episodio inolvidable ocurrió una tarde en la cocina de casa cuando ella no tenía más de cinco o seis años y yo le estaba enseñando a hacer galletitas. Insoportable como soy, le explicaba didácticamente cada paso con su fundamentación científica. Abrí un sachet de leche con una tijera, como hago siempre, y no sé cómo fue que se me resbaló, lo atajé en el aire por el ángulo erróneo y voló leche espasmódicamente por toda la cocina una y otra vez hasta vaciarse por completo. Creo que ese día me perdió la confianza para siempre.

Ésos fueron accidentes y entiendo que a un chico le provoquen vergüenza, pero un día B.1 me demostró que los chicos también tienen una sensibilidad horrible al escándalo aunque sea por una causa justificada. Estábamos los dos en el tren que iba desde Merlo hasta Hornos, donde teníamos una quinta. El tenía trece o catorce años. Era un trayecto corto y pobre, cuatro estaciones miserables rodeadas de villas miserias y en el medio una más beneficiada por el progreso: Las Heras. Repetíamos ese viaje todos los fines de semana y nos encantaba andar en el trencito de una locomotora y un solo vagón polvoriento. Íbamos mirando por las ventanillas abiertas y entraban panaderos, mucha tierra, a veces un pajarito equivocado. Nuestros compañeros de viaje eran obreros que vivían en Mariano Acosta o en la Parada Zamudio y volvían exhaustos después de mil horas de trabajo. Una tarde, al salir de Merlo, el hombre que estaba sentado frente a mí trató de subir la ventanilla y se le cayó sobre los dedos. Él retiró la mano sin decir nada y ví las últimas falanges de dos de sus dedos seccionadas y la sangre saliendo a chorros con la típica pulsación arterial. Él no dijo nada; sacó un pañuelo marrón y se envolvió los dedos apretadamente. Yo salté instintivamente sobre él, le levanté el brazo, le apreté la arteria radial para parar la hemorragia tal como había aprendido en el hospital y grité –Paren el tren! Paren el tren! Todos se hacían los boludos. Era increíble: miraban para otro lado como si alguien se estuviera cagando, como si hubiera que ser discretos mientras un tipo se desangraba.

Un guarda entró al vagón, preguntó qué pasaba, e hizo parar al tren de repente. Al rato apareció una ambulancia desde el lado de Merlo y subieron dos camilleros. Ayudamos a bajar al hombre, que estaba adquiriendo un color grisáceo. Enseguida el tren se puso en marcha. Evitando los charcos de sangre me senté en otro asiento y de repente se me ocurrió ver qué hacía B.1. Estaba mirando para afuera con cara de nada, como si no me conociera, como si no hubiera pasado nada, como si estuviera haciendo un idílico viaje en tren por la campiña francesa. Le pregunté si estaba impresionado. No, para nada, me contestó, es que sos una papelonera, salvando a la gente en los trenes! Parecés Patoruzito!

mamáes

Diálogo en la escalera mecánica ascendente de la estación Pueyrredón del subte. Delante de mí hay un chico con jeans que dejan ver la raya del culo y una billetera asomando por uno de los bolsillos traseros. No debo decir nada, no debo meterme, fue mi primer pensamiento, pero inmediatamente le toqué el brazo y le dije –Te van a robar la billetera. Muy alegre me dijo –Sí, ya sé, mi mamá también me lo dice. –Y por qué no le das bola? –No sé, no me importa, dijo con una sonrisa de ángel. Después, cruzando el molinete se dio vuelta y me dijo –Feliz día el domingo!

sábado, octubre 07, 2006

un día

B.3, La Nena, se fue hoy a Chile a un encuentro de poetas.

Me quedo sola. La casa se agranda y está muy silenciosa, tanto que no me animo a poner música. Tengo todo el tiempo libre por varios días. Nadie me necesita, nadie me espera. Me siento como una uva suspendida en gelatina sin sabor.

Hago planes para ver la muestra de Martín Kovensky, para ver La Música más Triste del Mundo, para ver La Tempestad, para ir a cambiar un libro que vino fallado y otro que le compré a alguien que ya lo había leído, todo caminando para que la tristeza se achique y el mundo se agrande un poco.

Voy a dejar ropa limpia al cuarto de La Nena y veo sus zapatitos tirados en el piso. Me agarra una pena terrible, la misma que me daba ver las zapatillas vacías de los tres cuando eran chicos y no estaban en la casa. Es algo que no pasa con la ropa ni con los libros de las personas ausentes, sólo con los zapatos.

Hoy a la mañana fui a comprar las últimas cosas que La Nena necesitaba para su equipaje. Además de lo que decía su lista garrapateada le compré unas galletitas exquisitas de chocolate, jamón cocido y unas ciabattas recién horneadas para hacer sanguches para el viaje. L., su adorable novio, le preparó el sanguche, le cosió un botón y se ofreció para pintarle las uñas. A eso último ella dijo que no porque se le hacía tarde.

Ayer B.2 y B. 3 se pelearon por algunas ropas, como es habitual. Esta vez era todo más áspero porque B.3 se llevaba a Chile algunas cosas que B.2 le había prestado y fueron necesarias negociaciones muy sutiles y muy tensas hasta lograr un equilibrio perfecto entre préstamos, reproches y promesas.

Todo terminó tan bien que B.2 se ofreció a comprar lo que faltaba para el equipaje de su hermana. Eran algunas cosas básicas: tampons, una crema para el cuerpo, un cepillo de dientes, pasta de dientes, un jabón chiquito.

Cuando fue a guardar todo en su bolso, B.3 descubrió que en lugar de pasta de dientes le había comprado un adhesivo para dentaduras postizas. La verdad es que el envase es muy poco claro: si uno no lee lo que dice no se da cuenta.

Hubiera sido terrible que B.3 lo llevara y lo usara en Chile. Se le iban a quedar los dientes pegados y no iba a poder leer sus poemas.

viernes, octubre 06, 2006

una mañana

Anoche me dormí después de las 2. Me desperté a las 6, reinicié trabajosamente mi cerebro, que a la mañana funciona con Windows 95, y ví que el día estaba precioso. Cargué el I Pod a lo bestia, random total (mezclo todo en la Biblioteca, marco al azar, éste si /éste no, y le tiro todo adentro. Me dice que no van a caber tantos temas y le digo OK, que se quede tranquilo, que meta los que le quepan).

Caminé por Laprida, que me encanta porque está siempre medio en sombras como Agüero. Retomé por Las Heras, me metí en La Isla, aparecí en el monumento a Mitre, bajé por las escaleras del costado, caminé hasta el monumento a Evita Anoréxica, miré varios perros lindos, crucé Libertador y caminé un rato largo mirando el pasto verdísimo que apareció después de la lluvia.

Cuando hago eso me viene una nostalgia de cuando corría porque ahora no puedo correr. Mi corazón se pone irregular cuando pasa de los 110 latidos por minuto así que solamente camino, pero rápido.

Me gustaba mucho correr. Hasta el peor de los problemas se hacía chiquito después de los cuatro o cinco kilómetros porque entraba en escala con el planeta entero. Entonces nada parecía demasiado importante, nada merecía mi preocupación ni mi pena. Caminando, los problemas y la tristeza se achican pero menos.

Pensaba en eso mientras el I Pod me mandaba una mezcla rarísima a la cabeza: Dinah Washington, Beatles, Jimmy Scott, Glenn Gould, Rod Stewart, Agustín Lara, Bola de Nieve, Kevin Johansen, unas cantatas de Bach, un rap de Lauryn Hill, otro de Macy Gray y de repente Ingeborg Bachmann leyendo sus poemas con esa voz tan triste que tenía. Era precioso oír todo eso al azar, como si hubiera apoyado la oreja en el suelo y estuviera oyendo la voz de la humanidad.


Todas las mañanas cuando me despierto miro a ver si el río está ahí. Es una cintita a veces plateada, a veces dorada, a veces gris, que pasa por detrás de los edificios. A veces se ve un barquito cruzándola muy despacio.

Hoy a las 6 era así.

martes, octubre 03, 2006

Hace diez años, cuando me dí cuenta de que no podía seguir atendiendo a mis pacientes y además el portero eléctrico, el timbre y el teléfono y cobrando, haciendo facturas y dando turnos yo sola, decidí contratar una asistente.
La primera se llamaba A.y era disléxica. Me la había recomendado mi amiga C., quien más tarde me confesó que le daba pena que A. estuviera sin trabajo. También le daba pena enchufarme un clavazo, pero según sus principios no era inmoral cagar a una amiga si a cambio resolvía el problema laboral de otra.
A. no tenía clara la diferencia entre los dos sistemas de nomenclatura de las horas: daba un turno para las 14.30 y anotaba 4.30. Durante tres o cuatro meses se armaron unos bolonquis tremendos en el consultorio: los pacientes llegaban cuatro horas más tarde o dos horas antes. Cuando le preguntaba a A. qué había pasado me contestaba que ella había sido muy precisa y que los pacientes estaban muy nerviosos y confusos. Muchos no decían nada, pedían un nuevo turno o bien esperaban bovinamente que se fuera el último para ser atendidos. Pero algunos sí se enojaban y yo argumentaba amablemente que quizá habían anotado mal la cita. Defendí a A. denodadamente porque no se me ocurría que mintiera hasta que fue evidente que tantos pacientes a la vez no podían desarrollar deterioros cognitivos agudos y que el problema no lo tenían ellos sino A.
Mi hija B.2 me ofreció una larga lista de amigas actrices desocupadas. Me aseguró que todas eran inteligentes y serias. Así que escogí a C., la única que conocía y que efectivamente parecía bastante avispada. Llevada por mi prejuicio burgués a favor del arte le dije que si le aparecía un trabajo de actriz tentador quedaba liberada del compromiso del consultorio. C. era muy desbolada pero adorable. Les contaba sus problemas íntimos a los pacientes y se interiorizaba de los de ellos. A los que tenían alguna relación con el teatro o el cine les pedía que la llamaran para hacer una prueba, un casting, un reemplazo, qué se yo, sin ningún reparo. Los pacientes entraban al consultorio sonriendo y me decían –Qué simpática su secretaria! Voy a ver si le consigo un bolo en el canal! La encontré varias veces en la sala de espera sentada al lado de un paciente que casualmente era director de cine o actor entregándole un curriculum todavía calentito, recién impreso en la impresora del consultorio. Un día C. tuvo una horrible desgracia familiar y tuvo que renunciar, cosa que me entristeció mucho. B.2 me propuso enseguida a su amiga A., que también era actriz y también necesitaba trabajar. Esta segunda A. me duró cinco años. Era una grandota muy vivaracha que resolvía todo y entendía todo pero también veía al consultorio como un vivero de potenciales trabajos de actriz. También ella imprimía sus curriculums en mi impresora. A veces abría mi computadora a la noche y encontraba fotos de ella semi en bolas o caracterizada como Emma Peel para un programa de TV. Fuera de esas debilidades y de su letra patuda que daba náuseas, era perfecta, pero también a ella le ofrecieron un contrato que satisfacía su sensibilidad artística y se fue. Dejó en su reemplazo a otra actriz. Ésta era divina, una especie de mora o de turca o de hindú con ojos negros rodeados de un halo tenebroso y con un lomazo atroz. Yo me preguntaba cómo era que Kusturica no la había conchabado todavía. Tenía un novio que la hacía sufrir. Hablaba con él por teléfono varias veces al día, lloraba, se enojaba y se quedaba el resto del día con cara de culo y la máscara de pestañas toda corrida. Era como tener a Anna Magnani al mando del consultorio. Entre discusión y discusión con el novio, durante cuatro semanas le enseñé en qué consistía su trabajo y cuando empezaba la semana cinco consiguió un contrato para trabajar en cine y se fue.
B.2, apiadada de mí, volvió a ofrecerme su lista de amigas actrices desocupadas, pero esta vez dije que no, que ya tenía bastante de vocaciones frustradas. –Ahora quiero una vieja que no se enamore y que no quiera ser artista, le dije.
Así fue como contraté a L. a pesar de su aspecto inenarrable en cuanto la ví, sólo porque cumplía con esas dos condiciones mínimas. Se maquilla con una especie de crema espesa de forma que su cara parece hecha de goma eva color naranja. Usa unas ropas atroces: ropones hindúes, túnicas bordadas a máquina, chalequitos de telar, mucho batik, muchos colores de la tierra. Es vegetariana. Es ecológica. Es étnica. Es telúrica. Yo la trato fríamente para no tener un contacto demasiado estrecho con ella, con sus ideas y su patchouli, pero siempre se las ingenia para explicarme que la gente es buena, que estamos en la era de acuario o que la nueva humanidad será más espiritual que la de ahora. Pero lo peor no es eso. Lo que me tiene loca es que es rematadamente rebuscada y profundamente iletrada a la vez. Habla con una voz muy controlada, sinuosa, y con los labios fruncidos sirupíticamente. Elige las palabras más complicadas para decir las cosas más simples y por supuesto, es incapaz de prender una computadora y ni pensar en que abra un archivo y escriba algo. –Ay, dotora, eso no es para mí!, me espeta, y con eso quiere decir estos aparatos modernos son obra de una civilización demoníaca que muy pronto desaparecerá de la faz de la tierra junto con las drogas, el asado, el vino y las malas maneras.
A mamá la llama melosamente Su Seniora Madre y a mi marido Su Senior Esposo lo cual me da ganas de estrangularla en ese mismo instante por lo que debo contenerme retorciéndome las manos debajo de la mesa.
Habla abriendo poquito la boca para ser más fina y en consecuencia suprime las vocales abiertas. Al teléfono le llama tubo. Dice: Dctra, la sñora XXX se encuentra en el tiuvo (porque en su afán de elegancia pronuncia la b como v).
Redacta como los policías con frases pretendidamente cultas: Dctra, le recuerdo que le ha sido dado un turno al senior Herrera para maniana a las 20 y treinta. Dctra, sabe ustét que no he hallado la historia clínica de la seniorita García Blanco? Esa secuencia se repite todos los días porque busca al senior Herrera en la E y a la seniorita García Blanco en la B, no en la G. Confunde los nombres. Los escribe mal. Los entiende mal. Escribe Holga, Ilda, Vustamente, Agirre y se ríe como una colegiala cuando le señalo el error. -Es que tenía mucha prisa, Dctra, se disculpa.
Es tal su estupefacción frente al alfabeto que ordenar las historias clínicas del día, tarea que a nadie le insumió nunca más de diez minutos, le lleva por lo menos 45 minutos sin tener en cuenta las que olvida sacar y las que saca erróneamente.
Ayer vino media hora más temprano y me dijo que quería familiarizarse con el archivo para no tener tantos inconvenientes con los nombres de los pacientes. Me dio mucha pena, pero lo que me mató es lo que dijo después: -Quédese tranquila, dctra: voy a sacar las historias clínicas y las voy a volver a ordenar por orden analfabético.


domingo, octubre 01, 2006


Siempre tuve poco pelo, muy lacio y muy fino, como mi papá. Hay quien me llama Pelito de Bebé porque le gusta que sea así. Cuando fui a visitar por última vez a mi papá a Alemania me sorprendió que su mujer lo llamaba Baby Haar, pelito de bebé, a él también. Bueno, entonces no debe ser tan horrible nuestro pelo, pensé, si a la gente que nos quiere le da ternura.

También con el color tenemos problemas: es de un gris ratón pálido, con un pigmento tan débil que después de unos días de estar al sol se nos pone blanco verdoso, como de extraterrestre. Ahora me acostumbré, pero cuando era chica moría por tener muchísimo pelo negro con rulos como mi Helen, mejor amiga. Ella me dijo que se le había puesto así porque le hacían masajes en la cabeza todos los días y durante todo un verano me froté la cabeza durante media hora antes de irme a dormir, sin ningún resultado.

La idea de que mi pelo era algo inadecuado y ridículo me la transmitió mi mamá. Le explicaba a todo el mundo que mis pelitos eran tan sedosos y finos que se zafaban de los moños y que se me hacían nudos tan enredados que tenía que cortarme a veces mechones de pelo para poder peinarme. Le encantaba tijeretearme y a veces ella misma se reía de los cortes raros que me hacía. Mientras me peinaba repetía que si un día me rapaba todo el pelo me iba a crecer más fuerte.

Esto que voy a contar es uno de los episodios más terribles de mi infancia y lo tengo grabado cuadro a cuadro como una película. Estoy sentada frente a un espejo grande con una toalla atada al cuello, papá lee acostado en la cama un poco al costado y de frente a mí. Mamá se acerca con un artefacto que hace un ruidito como de podadora en miniatura y me lo pasa rápidamente desde la nuca hasta la frente. Con la cabeza inclinada veo caer sobre mi falda una lluvia de pelitos rubios, mis pelitos de bebé. Mamá se ríe como una niña que hubiera hecho una travesura. Papá levanta la mirada, se le transfigura la cara, se para, insulta a mamá –Hija de puta, o miserable, o maldita seas, no sé que le dice, pero es algo que nunca le había oído decir, y se va pegando un portazo. Sin dejar de reírse nerviosamente mamá me dice que ahora tiene que seguir, que no me puede dejar así, y me pasa la máquina cero, o acero, no entiendo cómo la llama, por toda la cabeza. Me quedo pelada. Como las colaboracionistas francesas, como los prisioneros de los campos de concentración, me quedo totalmente pelada.

Ahora mamá me dice con una especie de excitación –Bueno, ahora vas a ser varón por un tiempo. Me saca los aritos de las orejas. Me saca el vestido blanco de piqué. Me pone ropa de mi hermano, ropa que a él le queda chica. Un short azul, una remera a rayas. No sé por qué en ese momento pienso que es una suerte que sea verano, tal vez porque la ropa de verano es más neutra, más asexuada y se va a notar menos que soy una chica disfrazada de chico.

Después no me acuerdo más. Tengo un vago recuerdo de mi papá que vuelve muy tarde, se inclina sobre mí, que estoy acostada y me acaricia la cabeza, que pincha un poquito. Mi papá tiene los ojos llenos de lágrimas. En ese momento pienso que él no pudo defenderme y que eso lo pone tan triste.

Después recuerdo otra escena, la de la foto. Estamos en la playa, en Necochea. Debe ser ese mismo verano porque tengo el pelo muy corto y un traje de baño viejo de mi hermano, en lugar de los trajes de baño arrepollados y con pechera que usábamos las nenas . Me divierto mucho en el mar. Salto y nado como una rana todo el día. Después estoy en la arena con mi hermano y un amigo circunstancial. Mi hermano, leal al secreto en el que mamá nos aleccionó, afirma enfáticamente que soy un varón. El chico no le cree. Debe haberse dado cuenta de que soy mujer, no sé cómo, si parezco un varón. Me dice –A ver, si sos varón mostrame el pajarito. Primero me quedo helada y enseguida corro hacia la carpa, donde está mamá. El chico me persigue, se ríe, insiste en que le muestre el pajarito. La carpa está lejos, me quemo los pies, llego temblando y me tiro sobre la arena, primero de rodillas y enseguida boca abajo, aplastada contra la arena caliente. Cierro los ojos, la sangre bombea dentro de mi cabeza como una bola de fuego. Tengo terror de mirar, tengo terror de tener pajarito.

Epígrafe

Pelito de Bebé es la que está parada entre los dos chicos.