jueves, agosto 31, 2006

mi apá 2 (y hay mucho más)

En cambio mi apá me protegía. Cuando navegábamos me hacía poner los pies dentro de las botamangas de sus pantalones para que estuvieran abrigados. Y me cantaba -Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí...
Muchos años después lo oí cantado por Nat Cole y muchos años después otra vez. Es la canción de los hombres que protegen a sus nenas, que no las dejan tomar frío, que les dan su sobretodo aunque ellos se mueran de frío. Nada más importa. Ese amor consuela y cicatriza las heridas para siempre.

A veces, cuando cruzo la calle tengo un recuerdo terrible, secreto. Tenía 8 o 9 años y estaba caminando por Palermo con mi papá un sábado o un domingo a la mañana. Cruzábamos una calle interna dentro del Rosedal y un auto celeste (me acuerdo del color y de la forma como de un animal aterrador) pasó a mucha velocidad rozándonos. Papá me empujó hacia atrás con un sólo movimiento, me puso a salvo, pero una rueda del auto pasó por encima de uno de sus pies. Había estado a punto de matarnos. Cuando me dí cuenta me meé encima.
Papá le estaba diciendo serenamente al conductor que era un irresponsable pero cuando vió que me había hecho pis pareció enloquecer: se metió por la ventanilla, extrajo al conductor agarrándolo de la camisa con una sola mano como quien saca un mejillón de su concha, lo tiró sobre el capot y le pegó tantas trompadas que abolló la chapa con la propia cabeza del tipo, que parecía desmayado. Dentro del auto estaban la mujer y un hijo, que gritaban y lloraban. Papá me alzó en sus brazos y me llevó caminando con sus trancos largos hasta casa, refunfuñando maldiciones. De ese episodio sólo recuerdo dos sensaciones ambivalentes, poderosas y atroces: una era que el hombre más fuerte y salvaje del mundo me amaba y me protegía de todos los males; la otra era que la furia amorosa podía ser tan destructiva como el peor de los odios.

amá

No me banco a mi vieja. La amé hasta los 8 años con ese amor de animalito, de peluche inocente que todos los nenes sienten por su mamá y recuerdo claramente el día en que comencé a odiarla. Me había hecho muchas maldades, tratamientos sádicos, pero me parecía que así debían ser las cosas hasta que una mañana me pareció que no debían ser así. Recuerdo ese día porque estábamos en el Tigre y cruzábamos un puente. Ella iba delante de mí y me asaltó una repugnancia súbita por su persona. Imaginé que la empujaba hasta hacerla caer al río, que se golpeaba la cabeza contra los pilotes, que se ahogaba, que yo saltaba hacia la orilla y que le pisoteaba las sienes hasta hacerle estallar el cráneo. Todo eso pensé y tenía 8 años. Me sorprendió mi sentimiento de odio pero lo acepté dócilmente y hasta sentí curiosidad por cómo iba a ser mi vida sin amarla.

Durante años soñé que le agarraba la cabeza y se la golpeaba contra una pared de azulejos blancos. Al principio se resistía pero muy pronto se relajaba, perdía la conciencia y yo podía machacar a gusto su cabeza odiada contra los azulejos hasta que la sangre que primero era roja y después negra lo teñía todo y en el sueño podía sentir cómo se iba haciendo viscosa a medida que se secaba en mis manos.

Entre los 8 y los 50 años la traté mal. No podía perdonarle lo mala que había sido con esa nena que había sido yo. Cuando cuidé y crié a mis hijos entendí mejor por qué la odiaba: sólo un reverendo hijo de puta puede ser sádico con un nene. El nene es vulnerable, siempre está dispuesto a amar, se entrega inocentemente, confía sin reservas y si es estafado vuelve a confiar una y otra vez hasta que se hace duro, pero tarda muchos años en endurecerse, como una resina mal formulada. El nene es chiquito y no sabe cómo procurarse protección contra la incógnita portentosa del mundo. Y las mamás son para eso: para proteger de los horribles misterios. La que no es así es una traidora, una mensajera del mal infiltrada en la infancia. Por todo eso la odiaba. Le hice recordar día a día sus maldades pasadas y aunque no las contabilizaba, ahora creo que sí, que inconscientemente llevaba un libro de debe y haber con cada una de sus crueldades en una columna y cada uno de mis desprecios en la otra. Fue una lucha sorda y larga. Yo deseaba que terminara pronto pero terminó hace muy poco tiempo, cuando yo soy muy grande y ella está definitivamente senil.

Ahora me da pena. Es una cascarita reseca rellena de casi nada. Come avena, toma agüita, se asusta cuando le duele la garganta o le pican los ojos, me pide auxilio todos los días porque cree que cada síntoma es la muerte que se anuncia. Yo la cuido, la rescato, me ocupo valientemente y generosamente de ella y sacrifico mis escasos minutos libres para acompañarla y protegerla. Es casi sorda. No ve nada. Camina como una ramita llevada por el viento. No la quiero pero dentro de todo es un alivio para mí no odiarla más.

Igual, a veces trato de exprimir hasta la última gota de mi odio. Le digo que quiero dibujar sus manos y ella posa dócilmente dejándolas quietas. Miro esas manos que durante tantos años quise ver muertas y que ahora tampoco me inspiran ternura: sólo me parecen un objeto de observación un poco macabro. Mientras las estoy dibujando cambia de posición porque se cansa y le digo –Boluda, no podés dejar las manos quietas?

miércoles, agosto 30, 2006

trataMe bien



Tengo un telefonino Movistar. Lo necesito para que mis pacientes puedan localizarme siempre. De otra manera no podrían describirme sus síntomas más repugnantes mientras estoy almorzando.

Es un modelo medio viejo. Empezó a andar mal hace tres semanas. Después de un minuto se entrecorta la voz y finalmente se corta la comunicación.

Hace dos semanas lo llevé al local de Movistar de Honduras y Juan B. Justo. Allí funciona un mundo sórdido donde interactúan con desconfianza mutua empleadillos ambiciosos y clientes insatisfechos. Me gusta ir. Como hago siempre cuando debo hacer trámites largos, llevo un libro y mi cuaderno de dibujos y cuando me aburro de leer dibujo a las personas. Me regocijo con una nariz o con un zapato o me obsesiono con el rictus de una empleada y así se me pasa el tiempo sin sufrir.

Pero esta vez tuve que esperar más de una hora y cuando finalmente llegó mi turno se les cayó el sistema. No sé qué significa eso, pero el resultado es que no podían tomar trabajos por un tiempo indeterminado. Durante media hora no dieron esa información, así que seguí esperando y cuando ví que el lugar se iba congestionando de clientes no atendidos, pedí el libro de quejas. Esa es una vieja costumbre germánica justiciera que mi papá me enseñó y que hasta hace treinta años tenía cierto poder amedrentador. Me lo entregaron, escribí mi queja y como el empleado encargado de recibirlo no estaba, pude hojearlo de cabo a rabo. Mi queja ocupaba la última página del libro, y la primera estaba fechada exactamente cuatro meses antes. No cualquier empresa consigue llenar de reclamos uno de esos enormes libros en sólo 80 días hábiles. Hay que reconocerle a Movistar ese record, más allá de las críticas que ustedes quieran hacerle.

Hoy encontré otro local de Movistar en la calle Corrientes. En éste hay más inversión en sillas, en revestimientos de paredes y en culos de empleadas. Tal vez acá ganan un poco más o tienen quince minutos para almorzar, por lo cual tienen una expresión menos angustiada. Llevan un uniforme como de degustadora y sonríen hacia la nada con una sonrisa rígida y una mirada hostil. Había tres charlando en el hall de entrada y una de ellas me derivó a la empleada que se haría cargo de mí. Luciana, decía su cartelito identificador. Me explicó que allí no hacen reparaciones: sólo venden equipos nuevos. De todos modos el mío era obsoleto, me informó y me convendría comprar uno más moderno. -Bueno, le dije, cómo son los nuevos? -No tenemos todos en este local. Para eso tiene que ir al de la calle Medrano, pero le muestro los que tenemos, y me mostró una fotocopia blanco y negro con seis telefoninos en diversas escalas que no permitían imaginar cómo son en realidad. -No se pueden ver de verdad? le pregunté. -De ninguna manera: usted lo elige, lo compra y después lo ve, son las disposiciones nuevas de la empresa. Pero puede ver unos parecidos, dijo, y me llevó a una vitrina como de museo de antropología con diez telefoninos acostados bajo un acrílico. Señalé uno que era un 10% menos grasa que el resto, y le pregunté cuánto costaba. -500 pesos en seis pagos sin interés, pero no hay en este color sino en gris, me explicó. -Y en serio no lo puedo ver antes? -No, una vez que lo compre sí, puede verlo. -Ah, qué buenos que son, dije, entonces lo compro. Luciana tecleó en su PC, chasqueó los dedos y dijo –Uf, se colgó! Se acercó a otro empleado, le pidió hacer la operación desde su compu y él le dijo que no. Se ve que además son buenos compañeros. -Espéreme un minutito, dijo Luciana, y se fue. Me puse a leer un libro sobre comportamiento animal escrito por una autista y cuando volví en mí habían pasado veinte minutos. Fui a la recepción y una degustadora me contactó (es la palabra que utilizó) con otra empleada, que fue a buscar a Luciana. Diez minutos más tarde volvieron ambas y con expresión neutra me dijeron que el equipo tardaría una hora en ser extraído del depósito. Después de haber perdido treinta minutos se me acababa el tiempo disponible del mediodía, así que decidí suspender la operación y pedí hablar con un supervisor. Quería exponerle mis ideas acerca de cómo se supone que se debe tratar a los clientes, decirle que en general no es aconsejable tratar mal a quienes desean comprar algo. Nueva espera de diez minutos. De repente apareció otra empleada con un libro de Quejas y Reclamos bajo el brazo. –Señora, el supervisor de atención al cliente se encuentra ocupado en estos momentos. Le rogamos que escriba su queja mientras lo aguarda y enseguida la llamarán por su apellido, me espetó con sus palabrejas de marketing. Me indicó que esperara en el piso de abajo, donde había varias colas serpenteantes de clientes con expresión estupefacta. Me senté y escribí tranquilamente detallando todas las circunstancias de mi tránsito por el lugar. Después esperé otros veinte minutos. Nadie me llamó. Volví a las degustadoras y les pregunté dónde estaba el sector Atención al Cliente para devolver el libro de quejas. Volvieron a mandarme al subsuelo para que siguiera esperando allí a que me llamaran. Al bajar encontré a un hombrecillo con cara de buena gente y le expuse mi problema. Si el responsable de Atención al Cliente no podía recibirme porque estaba muy ocupado, habría otra persona a quien podía entregarle el libro con mi queja? -Un momentito, me dijo y trepó por la escalera hacia arriba. Esperé otros 10 minutos. Me levanté de la silla, subí la escalera, pasé entre las degustadoras que ahora estaban hablando de un partido de polo, las saludé levantando el libro de quejas en alto y caminé muy lentamente hacia la salida. Pensé que alguien me iba a detener. Tal vez Luciana, tal vez una degustadora vivaracha, quizás un empleado débilmente conectado con el mundo real o uno de los custodios reciclados de los 70 o el responsable de Atención al Cliente, pero nada de eso ocurrió: desde la vereda miré hacia el interior y todos los habitantes del acuario seguían en lo suyo pensando quereMe, compraMe, hablaMe.

Volví en subte leyendo quejas y reclamos de toda clase de personas: los parsimoniosos, los resignados, los violentos, los desquiciados clientes de Movistar lloriqueando, insultando, amenazando con sus palabras impotentes que salvo yo nunca nadie pensaba leer ni contestar.

Mañana pensaré qué hacer con el tesoro que capturé. No se me ocurren muchas opciones. Una es mandarle el libro al director de Movistar con una carta sugiriéndole que organice la empresa como si los clientes fueran su fuente de trabajo, no sus víctimas predatorias. Otra es ponerme en contacto con los clientes enardecidos que han escrito en vano su reclamo para planificar una operación conjunta. Ésa no me entusiasma: temo terminar en una lista sábana entre Nito Artaza y Juan Carlos Blumberg. Otra es mandarle el libro a CTI o a Personal, pero sólo sería por el placer personal de la maldad, porque deben ser tan hijos de puta en una empresa como en otra.

Ya terminé el libro de los animales así que voy a meterme bien abrigadita en la cama a leer una variante del mismo tema: el comportamiento estúpido de los horribles animales urbanos. Pero de paso gozaré un rato de mi pequeño pero elegante acto de justicia.

martes, agosto 29, 2006

Confusión

Mi adorado amigo La Rosa Tucumana tuvo una época de decisiones difíciles. Oscilaba entre hombres y mujeres como objeto de amor y me llevaba a sus exploraciones para que lo ayudara a decidir. En aquél momento se enamoraba de mujeres pero le calentaban los hombres. Yo le decía que no había ninguna necesidad de decidirse y que si había algo que definir, ocurriría naturalmente sin que se lo propusiera.

Me llevaba a recorrer el putódromo de Santa Fé entre Callao y Pueyrredón todos los sábados a la noche y a los dos nos entristecía la exhibición de chonguitos provincianos ofreciéndose por un pancho. No era eso lo que él quería porque es amoroso y delicado y ese espectáculo sólo le provocaba sufrimiento.

Estaba enamorado de una chica con la que todo estuvo bien hasta que en Berlín, la víspera de la marcha de Orgullo Gay, le pidió prestada una falda escocesa. Ella, que era una homofóbica reprimida, lo sacó cagando y se volvió a Buenos Aires. El se quedó sin la falda escocesa pero consiguió otra, un Ersatz bastante adecuado para la ocasión y desfiló con una carterita que le había escamoteado antes de la discusión final. A pesar de eso seguían gustándole algunas mujeres.

- Estoy tan puto que me siento lesbiana, me dijo una noche en una crisis de indefinición.

Durante esos meses me pedía que lo acompañara a bares de travestis. El se disfrazaba de algo parecido a Querelle y me hacía vestir como una señora, medio Chanel, con perlas y tacos de 10 centímetros. Yo seguía dócilmente sus indicaciones hasta parecer un travón de dos metros de alto. Después nos íbamos a un lugar llamado Confusión y bailábamos toda la noche. El se acuerda -y todavía me lo reprocha escandalizado - , que antes de salir yo les decía a los chicos –Porténse bien, no se acuesten tarde, coman toda la sopa.

En Confusión había miles de tipos trasvestidos y en general yo era la más linda porque era mujer. Lo más impresionante era el público masculino: señores muy serios, profesores, padres de familia sanisidrenses, consejeros matrimoniales, gerentes de marketing católicos. En un momento me pareció ver a mi primo R., que se parece a Schubert y tiene tres hijos, pero gracias a Dios era una alucinación.

En cuanto entraba yo temía que se notara que era una mujer. Descubrí que la mayor diferencia visible entre hombres y mujeres es el tamaño de los maxilares. Los travones, aunque estuvieran super producidos tenían unas carotas anchas y cuadradas que los delataban. Por eso, en cuanto yo entraba se me abalanzaban miríadas de hombres creyendo haber encontrado al más logrado de los travestis. Una noche me levanté uno llamado Rodolfo, un petiso muy simpático y muy serio, que se declaró absolutamente incondicional de mi persona. Me preguntó de dónde era y presa de pánico mi cabezota pensó a mil por hora las posibilidades más verosímiles (Misiones, inmigrantes alemanes, colonos) y le dije que había nacido en El Dorado. Eso terminó de fulminarlo. Quería casarse conmigo al día siguiente y me costó disuadirlo. Le dí un teléfono falso mientras La Rosa me miraba asustado desde la barra.

En el baño, antes de hacer pis, esperé un largo rato retocándome el rouge mientras miraba cómo hacían los muchachos. Parados? Sentados? Tenía terror de ser descubierta por un detalle insignificante. Así que cuando ví que hacían pis como las chicas me animé a entrar, pero mientras tanto oí unos diálogos alucinantes. Un grandote le decía a otro –Una se inyecta hormonas, se opera toda y al fin lo único que les importa a esos brutos es cómo la tenés de larga... para eso que se busquen un tipo, no te parece? Todas estaban de acuerdo y yo también. Nos pintábamos, charlábamos y yo me sentía una impostora pero al mismo tiempo me gustaba estar con ellas y compartir sus conflictos.

Después bailábamos hasta la madrugada y en algún momento nos sacábamos las remeras y los corpiños y nos quedábamos en gomas, bailando frente a los espejos. Las mías no estaban nada mal pero las de ellas eran impresionantes.

lunes, agosto 28, 2006

Jardín Japonés



Hoy fui caminando al jardín japonés. Me gusta estar ahí. Todo es japonés, hasta el cielo. Almuerzo sushi con una copa de vino blanco, tomo un té verde mirando el jardín y después camino, ando por los puentes tratando de no ver a las repugnantes carpas que boquean suplicando un poco de balanceado para peces y me acuesto al sol dejando que la forma de los árboles se filtren por mis párpados cerrados como fotos solarizadas, como efectos vintage de Photoshop.

Hoy fui a la islita, me saqué una bota y dibujé mi pie derecho.

Head



Llego tarde. Cuando me fui dejé a Alonso encerrado en su cuarto con comida fresca, agua limpia y buena temperatura. Está malcriado y cree que toda la casa es su territorio, así que rasqueteó la puerta en señal de protesta un largo rato. Desde afuera le expliqué que tenía que salir y que era peligroso dejarlo suelto porque se tira las bibliotecas encima. Me apena dejarlo encerrado pero enseguida recapacito y recuerdo que es la única iguana en el mundo que tiene una habitación toda para él. Las iguanas convencionales viven en un terrario, en una jaula, en una caja, jamás en la habitación de un hijo adolescente salvo que su dueña sea una norteamericana desequilibrada, lo cual es bastante frecuente, pero no en Buenos Aires.

Cuando volví abrí despacito la puerta y creí que me moría de ternura. Estaba dormido sobre mis zapatos, desparramado y relajado como un panqueque verde, con la expresión más melancólica del mundo. Abrió los ojos con esfuerzo, le hice upa, lo acaricié, bailé un poquito con él como hago siempre y lo deposité en el sillón que es su lugar preferido. Allí se quedó, medio dormido de a ratos, mirándome mientras contestaba mi correo.

Puse a Rod Stewart cantando You go to my Head y como narcotizado, trabajosamente, fue despacito hasta mis pies y se fue trepando hasta mis piernas, donde se acomodó y se quedó dormido con cara de placer.

Creo que le gusta ese tema y no es raro porque mi cabeza es su lugar favorito para pasear y observar el mundo.

A mí también me pierde ese tema pero por otras razones. La primera es que explica sabiamente algunas cosas inexplicables:

You go to my head and you linger like a haunting refrain

And I find you spinning around in my brain

Like the bubbles in a glass of champagne (...)

You intoxicate my soul with your eyes

Though Im certain that this heart of mine

Hasnt a ghost of chance in this crazy romance (...)

You go to my head with a smile that makes my temperature rise.

Y la segunda es que siento con Rod Stewart una gran familiaridad desde que mi marido #3 (según la nomenclatura M.3, padre de B.3) me declaró su pasión diciéndome que se había enamorado de mí porque le hacía acordar a él (a Rod Stewart). Es verdad que en esa época tenía el pelo corto y medio parado como él, pero había que ser un verdadero degenerado para vernos parecidos y un super degenerado para enamorarse de mí por eso.

domingo, agosto 27, 2006

Cuando me muera

Me gusta pensar en lo que va pasar cuando me muera.

Al principio habrá un pequeño estupor como de hormigas cuando por azar uno mata a la hormiga guía y las sobrevivientes se hacen señas frenéticas con las patas emanando signitos de interrogación por la coronilla: –A dónde vamos? – Ahora qué hacemos?. La confusión dura uno o dos segundos porque enseguida una de ellas toma el mando, señala la dirección correcta y la vida sigue como si nada.

No es que yo me crea la reina de las hormigas ni mucho menos, pero me enorgullece que si la casa fuera una molécula compleja como la de hemoglobina yo sería su átomo central.

Me gustan los trabajos domésticos porque son los que hacen funcionar al mundo. Me cago en la política, en la economía y hasta en la literatura si no hay alguien con alma femenina que mantenga en buen estado la maquinaria que abriga a los bebés, alimenta a los cansados, limpia la ropa y ordena la casa todos los días.

Después de los previsibles días de desconcierto post mortem mi amiga de toda la vida, M.E., se presentará a retirar mi saquito de seda de Armani que compramos juntas en 1975. Ese día le gustó tanto que le prometí dejárselo en herencia y me lo recuerda siempre.

Sin dejar de llorar en ningún momento las dos Nenas, la grande y la chica (B.2 y B.3) se disputarán mis collares hippies de los 60, mis mil pulseras, mis anillos raros, mis aros y mis pañuelos preciosos, aunque no mi ropa ni mis zapatos porque les quedan grandes. Tal vez tironeen del tapado bordado ruso porque curiosamente nos va bien a las tres, pero seguramente transarán en usarlo una semana cada una.

Después se irán presentando dudas sobre cuestiones prácticas que nunca sospecharon que existieran. No hablo de saber cuándo el almíbar llega al punto bolita para hacer cáscaras de pomelo confitadas ni de conocer la receta del pan de miel de mi abuela alemana que tanto les gusta en Navidad, porque todo eso está escrito a mano en mi cuaderno de recetas y además pueden consultarlo en el Larousse o en Internet.

Me refiero a cosas que a pesar de su aparente insignificancia son vitales para que la casa siga siendo la casa. Un día verán el cactus pijoideo de seis glandecitos rojos que está en la biblioteca y se preguntarán cuándo hay que regarlo. Sobre la colonia de kefir se les planteará una duda crucial: cada cuánto tiempo hay que colarlo para que salga rico? Lo cuidarán como yo lo cuidé durante 25 años o lo olvidarán en su cubículo hasta que se convierta en una bola de hongos verdes? Y querrán y sabrán hacer el queso de kefir que les dejo en la heladera todas las semanas o lo reemplazarán con alivio por un práctico queso Piladelpia comprado en Coto?

Los días sin mí estarán llenos de incógnitas: -Cómo se traba el vaso de la multiprocesadora para que funcione? Dónde está la lanita de repuesto del sweater de alpaca gris que tiene un agujero? A dónde se lleva a arreglar el control remoto del aire acondicionado? (al Rey del Control Remoto no, amigos; sigan participando). Dónde se reparan los herrajes de las valijas? Lo que hay en la lata roja es pimentón o pimienta de cayena? El pantalón negro se lava o se lleva a la tintorería? Dónde están los botones de repuesto del saco azul? Cómo se saca la mancha de birome de la camisa? A quién hay que llamar para que saque el tender roto y amure uno nuevo? Dónde se compra un tender nuevo? Dónde se mandan a encuadernar los libros rotos? Cuándo se saca la ropa de la temporada de los baúles? Y dónde están los baúles?

A nadie le interesan esos secretillos de Utilísima porque desconocen que son centrales para que la vida sea abrigada y confortable. Es suficiente con que yo los conozca y los ponga en práctica sin que se note. Sólo a mi nuera (R., la mujer de B.1) le entusiasman esos datos que todo el tiempo nos transferimos como por vasos comunicantes bidireccionales.

El hijo B.1 y la hija B.3 comparten conmigo el placer de lavar la ropa. Les gusta como a mí saber cómo se extirpan las manchas de vino tinto, café, té, velas derretidas y óxido. Y también les gusta oler la ropa secada al sol cuando la descuelgan. B.1 ha llegado a llamar a Skip para pedir consejo sobre manchas rebeldes. En cambio B.3 se debate entre dos sentimientos ambivalentes. Por un lado es una dura: odia derrochar su valioso tiempo, ataca a las manchas como a invasores y les tira a mansalva con todos los quitamanchas del lavadero, pero por otro lado se alegra cuando alguien se tira el tuco encima porque puede ejercitar su arte.

Me parece que todos en general creen que podrían vivir felices sin olor a pan de miel, a tostadas, a café fresco, sin membrillos al natural, sin kefir, sin pitucones en los codos, sin service del lavarropas, sin esencia de tomillo en el agua del baño, sin masajes en los pies, con los zapatos sucios y con manchas de grasa en la solapa. Pero yo sé que no saben nada de la realidad y que recién cuando me muera descubrirán que esas pequeñas garchitas eran todo el secreto de la felicidad.

domingo, agosto 20, 2006

Regalo



Miro mis existencias de cosméticos y descubro que hay varios que uso poco. Son sombras de Lancome, rubores de Sisley, labiales de Clinique. Compras que hago cuando creo que una sombra puede hacerme parecer a Greta Garbo o que cierto lápiz labial es lo que me falta para ser irresistible como Betty Boop y que descarto en cuanto compruebo que no cumplen su promesa.

Cuando mi mamá ve esas cosas menea la cabeza y me dice que soy farolera o que tengo los ojos más grandes que el estómago. Esa imagen siempre me obsesionó. Cómo se puede tener el estómago más chico que los ojos?

A veces decreto que todo lo que no haya sido usado durante un año debe irse. Esa línea divisoria arbitraria deja fuera de circulación una gran cantidad de polveritas, estuchitos de colores iridiscentes y coloretes primorosos.

Primero se los ofrezco a mis hijas. A una le repugna maquillarse y me mira con horror como si le propusiera untarse la cara con ácido nítrico. La otra suele pintarse como Piñón Fijo pero no con los colores que uso yo y me lo recuerda sin rodeos -Ay, mamá, cómo podés usar ese color tan grasa!

Entonces junto todos esos tesoros, los envuelvo cuidadosamente en papel de seda blanco y los meto en una bolsita de nylon con cierre azul, pero antes introduzco un cartel manuscrito que dice SEÑORA CARTONERA para que ningún macho bestial los tire al fuego.

Mis hijos me sorprenden haciendo el envoltorio. –Señora cartonera, juá juá, qué absurda!, se ríen. A mí no me importa. A la noche busco el campamento cartonero más cercano y dejo el paquete refulgente sobre una gran bolsa de residuos verde para que nadie se equivoque. Me pone contenta saber que una mujer que nunca tuvo un rubor de Christian Dior hoy lo va a tener, nuevo y elegante, todo para ella. Ustedes creen que las cartoneras sólo deben desear comida y trabajo? Yo creo que además tienen derecho a sentirse divinas y lujosas.

Me cago en los frívolos que no entienden las cosas profundas de la vida.

sábado, agosto 19, 2006

Consorcio

Me obsesionan las reuniones de consorcio. Toda esa gente que se saluda fugazmente en el ascensor o en la calle un día es obligada a permanecer en un contacto demasiado estrecho durante demasiado tiempo discutiendo cuestiones que irritan a todos. Es que todos creen que su vecino es el favorecido y se sienten abandonados, descuidados, despreciados por el resto de los propietarios y por el administrador. La historia de cada uno, las neurosis mal tratadas, los reclamos no atendidos, todo florece y estalla en esas asambleas. El resultado siempre es la impotencia, y la reacción inevitable es el lanzamiento de amenazas, delaciones y traiciones y la formación de alianzas apasionadas que durarán lo que el frasco amarillo de Venus con que el portero lustra los bronces .
A veces voy para plantear un tema (una gotera, un caño que pierde, una fisura en la medianera), pero siempre me ocurre que me quedo paralizada ante todos esos habitantes de distintos mundos. El tiempo se me pasa muy rápido observando sus gestos horribles, grabando mentalmente sus expresiones amargas, riéndome en secreto de sus palabras erróneas, de su paranoia de buenos vecinos.
Esta vez había varias viejas que no conocía. Una era una escribana, especie de yiro mal teñido, acompañada por su asesor letrado (así lo presentó), una especie de comerciante hindú con campera de cuero negro, pantalones marrones, zapatos azules y enorme portafolio de cuerina cargado de papeles. Otra era una vieja muy venida a menos que anidaba en una silla y se rascaba frenéticamente las axilas por debajo de un tapado de seda con cuello de visón que la acompañaba desde los años 50 por lo menos. Estaba muy asustada por la delincuencia que ronda frente a las puertas esperando una distracción para saquear nuestros departamentos. Otra era como una cotorra disecada, pequeñita y aguileña, embutida en un sacón lleno de hombreras que la acompañaba sólo desde los años 80. Ésta era la más excitada. Pedía que cambiaran la caldera porque el ruido le molestaba. Pero lo decía gritando y agitando las alitas frente al administrador: -Cambiemén la caldera! Saquemelón al ruido! Saquemelón que me estoy viniendo loca! El arquitecto A., hipócrita y careta, inclinaba la cabeza y lo descubrí conteniendo a duras penas la risa.

lunes, agosto 14, 2006

Alta en el cielo

No sé bailar porque soy demasiado alta.

Cuando me hablaban me plegaba en dos para estar a la altura del otro y no podía escuchar lo que me decía porque ponía toda la concentración en sonreír estúpidamente como diciendo –Me gustaría no ser tan alta pero no sé cómo evitarlo.

Después todos iban a bailar y yo no quería ir porque no podía bailar doblada, aunque a veces iba igual porque era la única manera de conocer chicos. Pero una vez que llegaba a la fiesta siempre me gustaba el más bajo. Desde la altura de mis codos me lanzaba miradas taladrantes y decía cosas inteligentes o ingeniosas que me seducían casi inmediatamente. Ningún alto fue nunca ni la mitad de atractivo que esos petisos, tal vez porque los altos corren con ventaja y creen que no necesitan esforzarse para ser interesantes.

Yo sentía que mi altura era un estigma. –Pobre alta que está sola, pensaba yo que pensaba el petiso interesante – voy a entretenerla un poco. Creía que ellos me tenían lástima y agradecía su gesto solidario. Recuerdo con nitidez a varios petisos que con ese sistema me enamoraron perdidamente. Nos quedábamos hablando en la escalera, en el sofá, en el piso, en cualquier lugar pero sentados, porque así parecíamos de la misma altura.

Una sola vez me gustó uno más alto que yo. Se llamaba Guillermo, tenía un apellido inglés y le decían Willy. Eso me parecía bastante atractivo para empezar pero lo que terminó de impresionarme fue que parada a su lado tenía que mirar hacia arriba para hablar con él. Tuve la rara sensación de haber vivido siempre equivocada y de haber encontrado por fin la escala natural de las cosas. Levantar la mirada para hablar con un hombre me hacía atisbar el temblor ambivalente de la sumisión y de la entrega, y me hacía comprender la voluptuosidad vacuna de las vírgenes que miran con los ojos dados vuelta hacia el cielo. Y recibir la mirada de un hombre desde arriba me hizo sentir protegida por primera vez por un hombre que no era mi padre. Agréguese a esto un apellido inglés, un traje elegante, una corbata, una politesse de la que carecían todos los polacos, judíos, italianos y españoles que había conocido y podrá comprenderse por qué creí que por fin estaba enamorada de un alto. Enseguida me invitó al Hipódromo, al Polo, al Alvear, a lugares míticos que no conocía y combinamos citas para la semana siguiente.

Pero un rato después, bailando, me pareció que era un estúpido y que su estupidez aumentaba geométricamente minuto a minuto. Se movía sin sentido del ritmo, sin humor y sin pasión y escuchaba con gran seriedad todo lo que yo decía, sobre todo cuando decía algo gracioso. Con esa avidez con que uno tira los primeros espineles buscando afinidades para convencerse de que hay algo en común, le hablé de películas que había visto, de libros que había leído y él soslayó esos temas como si fueran trivialidades. Después consideró que había llegado el momento de interrogarme sobre hábitos y costumbres: si fumaba, si tomaba alcohol, si mis padres me dejaban salir sola, si eran religiosos, y noté en el ángulo de sus hombros cómo se iba poniendo más rígido después de cada respuesta. Mientras trataba de desprenderme de Willy sin éxito, el más petiso, el más feo, el más gracioso e inteligente de la fiesta me miraba irónicamente sentado en un escalón. Esa fue mi única experiencia con un alto. Duró exactamente una hora y nunca se repitió porque desde entonces desconfié de todos los altos más altos que yo.

Contra lo que dice el prejuicio acerca de las virtudes de ser alto, yo aseguro que es un defecto que se lleva toda la vida. Los altos nunca encuentran espacio para poner las piernas, les asoman los pies fuera del colchón, las mangas y los pantalones les quedan cortos, los techos les quedan bajos, en el supermercado los utilizan como escaleras: –Señora, usted que es alta, me alcanzaría esa lata? Para las mujeres es peor: mientras las bajas bailan, las altas ordenan los sandwichitos o se hacen las que eligen temas musicales como si no les gustara bailar.

Y los bajos nos odian, que no digan que no. Yo lo comprendí hace más de treinta años una tarde de lluvia torrencial en el centro de Buenos Aires. Salía de mi trabajo a la calle resignada a mojarme y en el preciso momento en que salía ví detenerse un taxi y bajar un pasajero en la puerta misma de mi oficina. Corrí a meterme en él y apenas cerré la puerta llegó jadeando una mujer muy bajita que evidentemente venía corriendo desde la esquina y me gritó –Alta de mierda!

jueves, agosto 10, 2006

Enyoguizada

Esta vez la pegué. Encontré clases de yoga para viejos. No se nos pide que hagamos contorsiones ni equilibrio sobre el dedo meñique de un pie ni que giremos la cabeza describiendo círculos completos como una lechuza.

La profesora no se mueve como John Travolta, no nos estimula con gritos ni nos desprecia cuando no logramos la posición correcta.

Tampoco –oh maravilla- nos pone en ridículo obligándonos a cantar mantras y cánticos hindúes cuyo significado nadie conoce.

Esta vez somos unas diez personas y nuestras edades suman algo así como 600 años, sin contar la de la profesora.

Como en todas las actividades saludables la proporción mujeres/hombres es 10:1 y nuestro hombre es una especie de Noam Chomsky que a la orden de “respiren profundamente” respira superficialmente pero emitiendo un sonido terrible, como un estertor que nos desconcentra a todos.

Pero lo mejor, lo más sabroso, es que una de mis compañeras es Inés Pertiné.

Me sorprende verla tempranito tan bien afeitada haciendo todos los movimientos con gran seriedad y no puedo dejar de pensar cosas ridículas sobre ella. Le diría cosas feas acostada a su lado en el momento final de la relajación pero por lo bajo, no para que se enoje sino para angustiarla. Le diría – Qué bien salió el estado de sitio, Inesita. O –Es verdad que a Fernando se le para blanda?

Pienso que su vida debe ser muy rutinaria ahora que no puede garronear viajes fácilmente. Y tener a Shakira como nuera, cómo le caerá? Le gustará que se haya hecho cargo del hijo gordo y que lo haga bailar en los clips?

La oigo resoplar como una búfala herida cada vez que se flexiona y se levanta y en lugar de darme pena todo lo que pienso sobre ella son maldades. Sé que soy cruel imaginando castigos para ella. Debería bastarme con que duerma con De la Rúa.

todas las Martas

Antes de empezar a atender leo la agenda del día. El nombre de algunos de los pacientes me provoca una inquietud desagradable. Hoy viene uno que es desconfiado y prepotente, que se queja de que nunca mejora pero sigue viniendo regularmente desde hace más de 10 años.

También viene una mujer rígida y frígida que se sienta derecha con la espalda separada de la silla y desenrosca una lista interminable como la de Don Juan pero no de amantes sino de quejas contra el marido y los hijos. El marido, militar retirado, es un pollerudo grave. La acompaña hasta la puerta del consultorio llevándole la cartera. Ella entra como un coronel, le quita la cartera y cuando se queda sola conmigo suspira y dice –Es un inútil...

Bueno, esos dos enturbian mi día de hoy. En la lista también hay un adicto, una suicida, una madre ansiosa, un nene asustadizo, una nena Hallo Kitty y dos que están muy graves. Todos esos me gustan y tengo ganas de verlos. Sé que me van a preocupar sus problemas y que me van a dar ternura o risa sus planteos.

Hace unos días uno de ellos me dijo muy serio –Todas las Martas son malas.

Le pregunté si lo creía en serio y me aseguró que sí, que él había hecho un muestreo bastante amplio y que el resultado era 100%: todas malas.

No lo atribuye a una cuestión generacional (no hay Martas menores de 40 años) ni a la posibilidad de que él esté sesgado por alguna razón y descarta que ese nombre pueda tener una influencia maligna sobre las mujeres que lo llevan.

Esas cosas me alegran el día y me hacen amar a mis pacientes. A todos menos a los que son antipáticos y a las que se llaman Marta.

martes, agosto 08, 2006

hueveando


No sé si dije que Alonso es hembra. Dos veces por año fabrica huevos en la panza y como vive fuera de su hábitat natural en lugar de ponerlos se los guarda y eso es peligroso: puede rompérsele un huevo adentro y tener una peritonitis. Es rarísimo, ya sé, pero todo en Alonso es así de raro. Este verano ya hizo la maniobra dos veces pero durante estos últimos calores otoñales se confundió y volvió a fabricar huevos. Cuando eso le ocurre deja de comer durante semanas y se pone flaca y inquieta (e inquieta). Corre por toda la casa produciendo su desesperante ruidito como de veinte agujas raspando el parquet y no tiene paz. Yo le doy su remedio homeopático, vitaminas y calcio camouflados en el centímetro cuadrado de chaucha que come cada día a desgano y porque la obligo. Le digo -Dale, cómele a mami, y come. Hace unos días descubrí que va a donde hay música y allí se queda mirando por la ventana mientras la música dure. Eso la calma. Se queda medio dormido en el respaldo de un sillón y si la noche lo agarra allí lo tapo con una frazadita, le acaricio la cabeza y se queda plácidamente dormido hasta la mañana.

domingo, agosto 06, 2006

Noche de box



Peleaban en Córdoba. Comentaba Príncipi y cuando comenta Príncipi casi no me importa quién boxea. Oírlo relatar la pelea con sus neologismos disparatados, sus furcios y sus inflexiones bizarras es un placer en sí mismo, aunque peleen dos paquetes.

Anoche la primera pelea era de box femenino. Una petisa brasileña y una cordobesa muy simpática llamada Chapita. La brasileña tiraba piñas al voleo y seguía de largo llevada por el impulso de sus propios zapallazos. En uno se fue al piso y en la confusión la cordobesa le frotó la cara con el brazo como en el subte de las 8 de la mañana. La referí era una mujer que les decía –Break, señoras, break.

En los intervalos pasaban unos videos turísticos deleznables sobre Córdoba programados para desviar el turismo hacia Jujuy y hacia Bariloche.

Entre pelea y pelea entrevistaban a los personajes del mundo del box: a Carlos Baldomir, que después de su triunfo y de sus vacaciones en Miami ya no parecía el mismo. Tenía ropa nueva, nuevo corte de pelo y una nueva actitud reposada y varonil. Por TV les mandó un mensaje a los hijos: -Portesén bien que mañana llego a casa.

Otra entrevistada célebre fue La Alejandra Oliveras, cruza de vedette y boxeadora, con más tetas que dientes, que prometió traer el título, o conservarlo, o defenderlo o algo así, para todos los argentinos.

La cámara también mostró a Santo Biasatti como espectador y a varias pendejas idénticas entre sí, todas rubias lacias sonrientes de pelo largo, todas aspirantes a degustadoras.

Durante la pelea femenina desfilaban las minas semi en bolas que muestran un cartel con el número de cada round para que se enteren los espectadores sordomudos. La cámara les tomaba invariablemente las nalgas cuando se iban del ring pasando entre las sogas. En cambio, en las peleas masculinas no las tomaban. Creo que es una decisión de las instituciones de box de Estados Unidos, que son políticamente correctas y creen que se pueden mostrar piñas pero no culos.

Antes de la pelea principal (el argentino Narváez y el filipino Rexon, sí, Rexon Flores) se cantaron los himnos. El filipino era como un jingle navideño y al nuestro lo tocó en charango un gordo sudado con saco con lentejuelas. No se oía nada porque el charango suena bajito, pero la cámara volvió a mostrar a Santo Biasatti cantando prácticamente a capella, inundado de emoción y eso era conmovedor.

El referi se llamaba Brígido Rosa Baca pero Príncipi le decía a veces Brígido Gasca, no sé por qué.

Ganó Narváez por puntos pero no sé cómo llegaron a ese resultado porque me dormí en el tercer round. Eso quiere decir que la pelea fue aburridísima. Lo último que oí fue a Príncipi diciendo –Señores, esto es coherencia combativa, señores, esto es la ley del palo por palo.

sábado, agosto 05, 2006

Birdwatching 6. La multioperada


Hoy encontré dos, una en la farmacia y otra en la calle. Cada una estaba acompañada por su correspondiente mujer indígena, una combinación bastante frecuente en este barrio: casi toda vieja multioperada posee una joven nativa que la acompaña a pagar las cuentas, a cobrar la jubilación y a visitar a los dos o tres médicos que frecuenta cada semana.

La joven soporta estoicamente mil humillaciones, la habitación de 2 por 2 en un departamento atestado de bibelots y de flores de plástico, las muchas horas de trabajo y las pocas de descanso, limpiarle el culo a su patrona y administrarle la batería de remedios que requieren sus múltiples deterioros. Lo hace porque es preferible a ser esclava en un taller de costura o en un prostíbulo. Pero la vieja no lo tiene en cuenta porque nada puede saciar su insatisfacción: se siente abandonada por sus hijos, pero lo que más sufre es haber sido olvidada por el mundo.

La vieja fue atractiva hasta hace cuatro décadas y hace tres pensó que invirtiendo sus ahorros en cirugías estéticas podía hacer retroceder al tiempo. Pero no fue así. Ese dinero y esa sangre derramada ahora son un estigma permanente en su rostro. Los que se cruzan con ella advierten con horror los bordes vulcanizados de sus labios, la fijeza de muerto de su mirada, la tensión de sus párpados que anhelan relajarse y descansar en paz, el vaciamiento de sus párpados inferiores donde alguna vez hubo bolsas y ojeras. Los transeúntes desprevenidos se sobresaltan cuando la brisa le mueve el pelo cartonizado con spray y deja ver las cicatrices de los liftings, lo que explica su frente anormalmente ancha, como la un marciano.

Uno podría creer que está ante un caso de mala praxis pero no es justo hacer responsables a los cirujanos. Las técnicas quirúrgicas de hace 30 años eran menos sofisticadas que las de ahora pero el gran culpable de esos espantosos espectáculos ambulantes es el mero paso del tiempo. Hasta la cara mejor recauchutada tiene fecha de vencimiento.

La que encontré hoy en la farmacia era como si Zulema Yoma se hubiera muerto hace 200 años y la hubieran desenterrado y puesto en la calle esta mañana.

La otra tenía un problema adicional: una de las operaciones se había complicado con lo que en la jerga de los cirujanos plásticos se llama “llevarse el facial”. El facial es un nervio motriz que inerva músculos de la cara. Si por descuido se lo secciona, esos músculos quedan al garete y la cara se transforma en un Picasso mal sucedido: un ojo permanece abierto con expresión de terror y la conjuntiva expuesta como la de un gran danés, una mitad de la cara se derrite como un cirio y la media boca correspondiente queda colgando cuando la otra mitad sonríe o mastica una medialuna. Dentro de la desdicha debe ser un consuelo que eso le ocurra sólo a media cara.

Lo que hay que reconocerle a la vieja multioperada es la combatividad que nunca pierde. Templada su voluntad por la desgracia se viste con colores vivos, se maquilla, se peina y sale a la calle con toda su bijouterie y su acompañante a seguir reinando sobre el mundo, aunque el mundo ya no la admire.

martes, agosto 01, 2006

Novios de hijas

Las dos producen y procesan una buena cantidad de novios por año. Pero una lo hace seriamente, investigando a conciencia esa materia tan difícil que es Las Relaciones Amorosas y la otra lo hace como si practicara caza mayor. Elige la víctima, la acorrala, la maniata, la pone de rodillas bajo su poder superior, la rodea, la aturde, la enceguece, la martiriza y finalmente la fusila por la espalda.

Ese proceso se completa en un lapso de seis meses, a lo sumo ocho. Conozco tan bien sus fases que sin necesidad de verlos juntos, con sólo oirla hablar por teléfono con él, sé exactamente en qué punto de la línea de producción se encuentra el pobre tipo. Lo peor es la etapa final, un espectáculo salvaje y teatral como una corrida de toros: es cuando ella se aburre de sus chistes y se ríe de su seriedad, lo desprecia en público y lo critica en privado.

Hace más de diez años que la veo repetir ese circuito como un hamster. Como es bella, inteligente y su neurosis la hace muy atractiva, la aman los tipos más maravillosos del mundo. Los fue trayendo a casa uno por uno, como hacía mi gata cuando cazaba una rata y me dejaba la cola masticada como trofeo en la puerta del dormitorio. Hace dos años nos presentó uno absolutamente encantador, que había dejado toda su vida europea para estar con ella. Era adorable y estaba enamoradísimo hasta las patas. Hacían planes para casarse y ya habían elegido nombres para sus hijos. Eso duró casi un año pero finalmente lo vimos avanzar irremediablemente hacia el embudo que desemboca en la picadora de carne y nada pudo hacerse por él, salvo recoger sus pedazos y sostenerlo durante unos meses para que no se muriera. El pobrecito tuvo más tiempo de convalescencia que de felicidad.

A partir de esa víctima me negué a conocer sus novios sucesivos. Los ví al pasar, escuché las primeras descripciones exaltadas, los primeros planes de amor eterno, los nombres de los hijos, los proyectos de viajes y de mudanzas, pero me mantuve firme: no quiero verlos. No quiero quererlos porque sé que se dirigen hacia la manga final, donde serán indefectiblemente embretados y liquidados. Que los maten sin que yo sepa.

Cuando teníamos una chacra yo no quería mirar mucho a los lechoncitos ni a los conejos porque sabía que los íbamos a carnear. “Animal querido no se come. Animal para comer no se quiere”, me repetía a mí misma cuando un chanchito me parecía un bebé y me daban ganas de hacerle upa.