Restaurante, 1 de la mañana. Al señor circunspecto que comía en la mesa de al lado se le empiezan a cerrar los ojos. Se acoda en la mesa, apoya la barbilla en una mano y escora suavemente a estribor. Sobre la mesa hay un flan intacto y una botella de totín vacía.
Los pocos clientes que quedan ya no pueden comer. Están tensos: temen que el codo se desplace y el hombre caiga de cara sobre la mesa.
Con ese increíble control del espacio de los dipsómanos, el hombre se inclina gradualmente hasta el punto justo en que su centro de gravedad queda fuera de eje y en ese preciso momento se endereza, se acomoda en la vertical y vuelve a comenzar el mismo deslizamiento, una y otra vez.
Cuando me voy, me acerco y lo miro. Tiene la boca entreabierta y mucha saliva asomando entre los labios. Calculo que no le falta mucho para el coma etílico. Les pregunto a los mozos, que lo miran con simpatía -No habrá que despertarlo? No habrá que llevarlo a la casa?
-Pero no, quédese tranquila, siempre le pasa lo mismo... es el doctor X.
-Es médico?, pregunto espantada de sólo pensarlo.
-No, es juez, el juez X. No lo conoce?
Por una especie de secreto médico ampliado no repetiré su apellido, pero me quedo muy impresionada por la reacción de los mozos. Por un lado lo escrachan alevosamente y por otro parecen muy contentos de tenerlo en ese estado en el restaurante. Se ve que les cae bien, que lo cuidan, que es como una mascota para ellos.
Qué harán a la hora de cerrar el restaurante? Lo despertarán? Se irá caminando hasta su casa? Llegará? Nadie lo espera?
Pobre hombre, pienso, qué ganas debe tener de que lo dejen dormir ahí mismo, entre dos sillas, como un nene.
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