miércoles, marzo 15, 2006

Gimnasio 2

Después de muchos años de frecuentar gimnasios con olor a pata decido hacer las cosas bien: me anoto en uno muy bueno. Eso quiere decir vestuarios amplios y limpios, máquinas nuevas (es decir que todavía funcionan y aún no han sido demasiado sudadas), televisores sin audio, música aceptable, instructores con una cantidad razonable de piercings y tatuajes y clientes silenciosos.
La cuota mensual es muy cara pero vale la pena. Hay clases de Intensive Pro, Body Balance, Body Sculpt, ABS 30, X55, Spinning, Mat Pilates, Ritmos Latinos, Back&Back y todo lo que uno quiera. Yo no sé qué quiere decir cada una de esas cosas pero pienso probar todo. Cuando era joven corría maratones y tenía un entrenamiento de la san flauta, así que si me lo tomo en serio volveré a estar en buen estado en unos seis meses, calculo. Empiezo caminando tímidamente en la cinta y me propongo sumar algunas clases interesantes para una señora mayor como yo.
Me anoto en la que me parece la más tranquila. Se llama Swasthya Yoga. Dispuesta a enyoguizarme por completo, me digo que si tengo constancia también seré capaz de comer sano, de no tomar alcohol y de despertarme temprano para hacer el saludo al sol todas las mañanas en el balcón. Busco mi vieja ropa de yoga, gastadita y querida, floja por todos lados y llego al gimnasio repasando mentalmente un mantra para ponerme en clima.
El salón de yoga es precioso: ventanales enormes, piso de madera impecable, un solo gran espejo y paredes laqueadas
sin ningún objeto que enturbie el pálido gris. Cuando llego ya hay unos diez alumnos parados sobre colchonetas negras. Son todos jóvenes musculosos y chicas esculturales. Con la grasa que contienen todos ellos sumados no se podría freír ni un huevo. La profesora no transmite la serenidad que yo esperaba. Tampoco está vestida con un túnica hindú. Es una diosa de la tapa de Gente con el pelo largo hasta la cintura, embutida a presión en un equipo de lycra que hace pensar en una salchicha multicolor. Y no está descalza. Lleva unas zapatillas fosforescentes con plataforma de esas que parecen el equipo de música de un rapero. Sé que tengo esos pensamientos irónicos para minimizar el impacto de tanta juventud y de tanta belleza sobre mi autoestima, pero curiosamente logro el efecto contrario: me siento deforme y decrépita como nunca antes. Me paro al fondo del salón para que nadie me vea. La profesora es una pila de energía y entusiasmo. Pensamientos positivos, pide a voz en cuello. Camina por todo el salón mientras da indicaciones con voz estentórea y acomoda un hombro aquí, una nalga acullá hasta lograr que todos estemos en la más perfecta posición inicial de Swasthya Yoga que imaginarse pueda. Con un andar de salitos pimpantes vuelve al frente del salón, se inclina desplegando generosamente sus ancas, aprieta play y estalla una música electrónica atronadora. Se pueden ver los decibeles como astillas de vidrio rebotando contra el techo y el piso y produciendo microlesiones en los huesecillos del oído de cada uno de nosotros. De repente se distingue una cítara, después un címbalo y pienso que debe ser nomás música de la India. Así debe sonar una rave a orillas del Bramaputra, me digo para controlar mi angustia.
La profesora está torciendo ambos brazos hacia atrás como si la llevara maniatada la bonaerense. Echa la cabeza hacia delante y dobla la rodilla derecha hasta levantar el pie del suelo. Extiende la pierna izquierda y apoya sólo el talón del pie. Se desliza hacia abajo en esa posición contra natura hasta tocar el piso con la nalga derecha. Mientras hace todo eso explica el fundamento filosófico del
Swasthya Yoga. Me parece entender que las posiciones forzadas mantenidas durante varios minutos ejercitan la voluntad y la resistencia psíquica. Se queda así, plegada en una postura imposible durante dos minutos eternos. Miro a los alumnos. Algunos imitan perfectamente la figura. Otros doblan la rodilla que debe estar extendida o apoyan todo el pie izquierdo para no caerse sentados. Yo me quedo parada esperando que eso termine, esperanzada en que la próxima posición respete alguna regla de la anatomía humana. Después de hacer una serie de lentas contorsiones que denomina "deshacer la posición" y gritando para sobreponer su voz al estruendo de la música, la profesora nos indica que giremos 180 grados para quedar mirando hacia el fondo del salón, es decir, hacia mí. Parada sobre la colchoneta presa de estupor oigo las nuevas instrucciones y en el espejo veo que los que están detrás de mí las siguen sin dificultad. Trato de imitar el primer movimiento: la cabeza hacia atrás hacia atrás hacia atrás hasta quedar con la columna vertebral curvada como un puente. Apoyar una palma en el piso. Levantar la pierna opuesta hasta la altura del hombro. Mover el pie así y ahora así. Doblar la rodilla. Mantener extendida la otra apoyando sólo la punta del pie. En cuanto echo la cabeza un poco hacia atrás y antes de llegar a mirar el techo, oigo que mi columna cervical hace crac. Me imagino con la cabeza colgando como un pollo muerto y sólo puedo pensar en cómo haré para escapar ahora que estoy delante de toda la clase. Para disimular hago un vago movimiento con los brazos como si efectivamente fuera a doblarme como un puente y localizo con la mirada las zapatillas que ingenuamente me saqué al entrar. Calculo en cuántas maniobras llegaré a ellas, las agarraré y huiré. Planeo cada movimiento y cuando todos, alumnos y profesora, tocan elásticamente el suelo con el occipital y elevan la planta del pie hacia el techo, pego un salto, capturo mis zapatillas, corro hacia la puerta, la abro y escapo. Nadie me vió porque todos tienen la cabeza dada vuelta y miran al revés. Cuando deshagan la posición, dentro de tres minutos, pensarán que la señora confundida y torpe que habían visto al iniciar la clase fue una alucinación colectiva.


5 comentarios:

Tricula dijo...

JUAAAAA!!! Morí con tu escapada - quiero ya ir a ese gym!!! Ahora, explicame lo de la música electrónica en clase de yoga porque nao acredito!

Anónimo dijo...

Ememe,

Hace un tiempo me pasó algo parecido en una clase "abierta" de estiramiento. Me daba vergüenza y convencí a mi hermana para que me acompañara. En una de las posiciones quedé duro duro duro como Tusám (mi anatomía no es flexible). Mi hermana y yo nos miramos y nos tentamos. La profesora me preguntaba: "de qué te reís?" y yo no podía parar...me tuve que ir.

Saludos!

Anónimo dijo...

Ememe,

qué onda? no va a escribir mais?

saludos

Anónimo dijo...

jajaj!

Los gimnasios son una reverenda cag*ada... por eso estoy como estoy. :P

En realidad no son todos chongos, pero para pagar que el que esta realmente bueno tenes que vender un riñon.

Anónimo dijo...

vamos, ememe, postee!!!