Cuando era chica mi papá me llevaba a lugares raros sin explicarme nada.
Me llevaba en invierno a la orilla del río a las cinco de la mañana en tren. Bajábamos antes de las siete en la estación Anchorena y entrábamos muertos de frío al bar de la estación. Antes de sentarnos él le pedía al patrón, que recién estaba prendiendo la máquina de café y acomodando las medialunas -Dos ginebras, jefe.
En aquellos tiempos no existía la pedofilia pero se ve que la gente tenía cierta idea. El patrón, un viejo italiano muy gordo, se quedaba rondando muy serio, paladeando el escándalo. Papá ponía una de las copitas frente a mí y cuando el gordo se distraía, se la tomaba de un trago y la dejaba en el mismo lugar en un santiamén. Yo me la llevaba a los labios y hacía la pantomima de que tomaba y nos mirábamos muertos de risa. Mi papá estaba encantado de hacerlo caer en el engaño y la emoción de jugar ese juego me provocaba un pequeño malestar parecido al vértigo. Mi papá me elegía a mí, sólo a mí para jugarlo, y yo lo hacía tan bien que después, caminando bajo los sauces hacia el río, recordaba mi actuación y me apretaba la mano con su mano inmensa, áspera y caliente hasta hacerme doler sin darse cuenta. Se reía a carcajadas durante todo el camino imitando la cara de tonto del patrón del bar, resoplando vapor blanco por la nariz y por la boca y aunque yo no entendía por qué nos reíamos tanto, iba saltando a su lado para poder seguirle el paso, orgullosa de ser su elegida.
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