Mis hijos (serie B.) me recriminan algunos rasgos de mi carácter.
Los tres coinciden en que soy exagerada pero disienten en las proporciones. La hija B.3, que es la más filosa, dice que exagero un 30%. El hijo B.1, que es tan tolerante, dice con una sonrisa que sólo exagero un 15%. La hija B.2 es más exagerada que yo, así que no percibe ninguna distorsión en lo que digo y más bien me ve demasiado razonable y mesurada.
Parece que cuando les digo que se apuren porque son las seis de la tarde, ellos saben que no son las seis sino las cinco y veinte o las cinco y cuarenta y cinco. Y cuando digo que anoche dormí sólo dos horas saben que en realidad dormí dos horas y quince minutos o casi tres horas. No me dicen nada porque ya lo dijeron alguna vez y todos sabemos lo que estamos pensando. A lo sumo me dirigen una suave sonrisa de comprensión o bien se miran uno al otro con un levísimo movimiento de cejas hacia arriba que detecto con mi mirada periférica y que significa complicidad entre ellos y aceptación de mis peores defectos.
Técnicamente mis exageraciones son mentiras, pero moralmente no lo son porque no están dirigidas a lograr un beneficio propio. De todos modos, llevan la intención de manipular caprichosamente los sentimientos y la voluntad de los tres y en ese sentido sí que son mentiras.
A veces imagino cómo me recordarán cuando me muera y pienso que se van a reír como lo hacen ahora, que soy para ellos una vieja disparatada. Eso me encantaría. Me conmueve pensar que seguramente los tres han perdonado que haya sido una madre tan errónea cuando eran chicos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario