jueves, febrero 23, 2006

Promesas policiales



Trámite para renovar el pasaporte. Llego a las 10 de la mañana y ya van por el número 590. Tendría que haber llegado a las 8, me digo. Y después me digo también: tendría que haber traído fotocopia del pasaporte vencido. Como no lo hice, debo recalar en un kiosco/almacén/librería sórdido, donde después de una cola serpenteante con otros colgados como yo, fotocopio y vuelvo a casilla 1. Ahora van por el 682. Tendría que haber traído más plata, me digo ahora, porque veo que cobran 130 pesos por renovar el pasaporte. Cuento todo mi capital: 132 pesos. No puedo tomar un café si quiero volver a casa.
Chinos e iletrados se afanan por llenar correctamente el formulario. Les lleva mucho tiempo y cometen errores una y otra vez. Vuelven a la cola madre a plantear sus dudas y las empleadas (policías hembra impregnadas de resentimiento histórico), les entregan un nuevo formulario que vuelven a llenar equivocadamente.

Hay nenes que corren, ancianas que se desmayan, extranjeros con sandalias con medias, embarazadas que sudan.
A la izquierda hay un recoveco llamado Salón Castillo reservado para embarazadas, niños, ancianos,
deformes y minusválidos, a los que ahora se les llama Personas con Habilidades Especiales.
Me pregunto por qué se llamará Castillo. Porque es como un castillo? Por Abelardo Castillo?
Espero sentada y trato de conservar la elegancia. Me abanico con mi abanico chino y leo Promesas naturales, de Oliverio Coelho y mientras leo pienso que es la lectura más adecuada que podía haber elegido. Después de dos horas de espera ya no sé si lo que ocurre ocurre en la realidad o si me caí dentro del libro como Alicia en el país de las maravillas. Al frente hay un cartel luminoso rodante que da instrucciones incomprensibles todo el tiempo. Copio un fragmento: "debe presentarse acompañado del supérstite, quien debe acreditar su identidad mediante documentos en perfecto estado de conservación".
Para despejarme voy a hacer pis. Hay cinco WC y uno sólo habilitado. En consecuencia se ha formado una cola de 100 mujeres que aprietan las piernas con impaciencia indisimulable. Una vez dentro del baño, leo Respete y cuide los sanitarios como si fueran los de su casa. En el piso hay un lago rancio de agua/meo y varios trapos de piso empapados en los que las salmonellas se están dando un festín. Papel higiénico no hay; toallas de papel tampoco.
La secuencia del trámite no está mal pensada.
Es imposible equivocarse. Los aspirantes somos procesados ciegamente; no se nos pide que pensemos nada. Nos señalan hacia izquierda o derecha y ahí vamos, hacemos una nueva cola de una hora y aparecemos en otro salón con bancos y cientos de personas que se abanican con el formulario, que duermen desparramados, que comen panchos, que toman coca cola tibia, que mandan y reciben espasmódicamente mensajes de texto.
Finalmente llega el momento culminante: la foto y el pulgar en la casetita luminosa, toda una sofisticación adquirida en los 90. La gente se peina antes de entrar, pobrecitos, para salir lindos. Yo también me fui bien maquillada y peinada para no verme como un espectro durante 10 años en el pasaporte, pero cinco horas después, al llegar a la cabina de la foto, estoy transpirada, desgreñada, hambrienta, y sé que saldré como una asesina serial, como Charlize Theron en Monster. La cabina es sorprendente. Se ve que cada empleado le pone su sello personal. A mí me toca un jovenzuelo que tiene todo a media luz, que habla con voz muy baja y tiene un bruto equipo de música con música moderna que desconozco. Es un sitio techno, re cool, todo pintado de gris pálido. Me indica que mire la banderita argentina para sacarme de medio perfil. No veo la banderita (claro, soy miope y muy mayor). Me la señala y me río porque creí que eran dos cartelitos celestes, no una bandera. Me saca así, sin avisar, con sonrisa de pánfila. Me deriva hacia el tramo final: un pasillo en el que agonizan desesperados de calor cincuenta compañeros de infortunio con la camisa abierta, los pantalones desbraguetados, los corpiños incrustados, abanicándose con revistas, con diarios, con las hawaianas. Por las ventanas se ve la avenida Huergo. La estética ha decaído abruptamente. Ya no hay carteles rodantes ni sillas de oficina, como si se hubieran gastado todo el presupuesto y el diseño en el otro sector. De repente todo me parece amenazante. Siento que estamos
bajo el control de otra fuerza. Reconstruyo escenas mil veces relatadas de cautiverio y maltrato. Dejo el libro de Coelho porque me está poniendo paranoica. Pero entonces miro lo que me rodea y es peor. Todo está cubierto de napas geológicas de mugre y hay carteles como de comisaría: No ensucie ni escriba las paredes, Deténgase antes del molinete. Recuerdo el mismo trámite durante la dictadura en el departamento de policía, cuando Kafka era un poroto. Entonces todo era infinitamente más tortuoso y la amenaza no era imaginaria.
Al final de pasillo nos espera una atmósfera netamente policial con los mismos objetos de entonces: la misma silla podrida, la misma radio portátil -ahora con Radio 10 a todo dar-, el mismo escritorio inmundo, la misma puerta salida de sus goznes, el mismo techo sin revestimiento y los caños negros de suciedad a la vista, el mismo ventilador descuajeringado que no funciona, los mismos cables pelados y remendados con curitas, los mismos empleados agrios, el mismo paquete de galletitas, el mismo tono autoritario.
No es pobreza. Es otra cosa. Es el más completo desdén por la alegría, la belleza y el placer y el deseo de hacérselo saber al mundo.
Y al final el pianito. Es sólo una molestia más, el toque final, la despedida. El empleado me explica que antes se conformaban con el pulgar pero como hubo problemas ahora piden otra vez las 10 huellas dactilares. Me dan un papelito en el que prometen entregar los documentos después de dos semanas. Al final carteles escritos con birome y mal pegados con tela adhesiva aconsejan sacarse la tinta de los dedos con detergente solo, sin agua. Una pila de toallitas de papel yace empapada al lado del lavatorio donde los aspirantes se agolpan y se empujan, ya dejada de lado toda urbanidad.
En el 62 me parece que la gente está rara. Imagino que mientras estaba en Azopardo tiraron una bomba que alteró a la gente sin matarla. Hay muchas personas bilingües, muchas señoras monstruosamente culonas, muchos hombres que miran con avidez órganos ajenos, muchos ciegos, muchos nenes que miran en silencio sin hablar. Me da miedo. Me bajo y me encierro en mi casa. Me quedo un largo rato bajo la ducha fresca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ememe,

Qué garronazo. Hace un tiempo fui a renovar el registro para manejar. Hay un limado que da una charla sobre normas viales, usar el cinturón, etc. Te quema el marulo y la charla dura como una hora. Este limado te toca en ventanilla nro. 14 aprox.

Saludos