miércoles, enero 25, 2006

Desagravio



Por defender a Alonso de la mamiferofilia y de la reptilofobia generalizadas me parece haber desdeñado a los perros. Nada más lejos de la realidad. En este post quiero decir cuánto los amo. Un comienzo que aclara muchas cosas: desde la muerte de mi perra Daga, hace 15 años, me negué a tener otro perro porque me siento incapaz de soportar la enfermedad y la muerte de otro animal querido. Elegí tener una iguana porque las iguanas viven entre 25 y 30 años, que es aproximadamente el tiempo en el que calculo estar pidiendo pista. Confío en que cuando ella se muera yo estaré tan chota que la confundiré con una chancleta.

Mis perros amados se llamaron Tristán, Ceferino, Andú y Daga.
Tristán era un San Bernardo que vivía debajo de mi casa. En verano se moría de calor y pasaba los días con la lengua afuera despatarrado en el palier para absorber el fresco de las baldosas con la panza. Yo tenía cinco o seis años y bajaba siempre corriendo la escalera para encontrarme con él. Nos abrazábamos al pie de la escalera, me le subía encima y me llevaba a caballo ida y vuelta por el palier varias veces. Recuerdo que con las dos manos yo rozaba el salpicret de las paredes y de repente me inclinaba, me abrazaba a su cuello gigantesco y hundía la cara en sus pelos larguísimos y suaves. Un día bajaba la escalera con mi mamá y tropecé y grité. Tristán corrió y saltó sobre ella, pensando que me había pegado. Le gruñó mostrándole los dientes y después me lambeteó de arriba abajo frenéticamente con su lenguota que era ancha como una bolsa de agua caliente. Me acuerdo que yo me reía y me reía a carcajadas, de amor, de miedo y de cosquillas.

Ceferino era el perro que había en el campo. El es el protagonista de mi primer recuerdo. Yo tenía 2 años y dormía la siesta sobre su cuerpo tibio bajo los árboles. Tengo la foto de ese momento. La miro siempre y puedo recordar todo: su olor, el olor de la tierra, el vaivén de la sombra de las hojas en la cara. Me cuentan que cuando se despertaba se quedaba muy quieto con los ojos abiertos esperando que me levantara y recién entonces salía corriendo a hacer pis. Todos se reían de su devoción.
Caminábamos todo el tiempo juntos, mi mano sobre su lomo, buscando culebras, cuevas, mulitas, moras y todas las maravillas del campo y cuando yo me perdía él iba caminando delante de mí y me llevaba hasta la casa. El era mi amigo perro y me protegía de todos los males del mundo. Dejé de ir al campo a los 11 años y nunca volví a saber de él.

Andú era un perro salchicha que tuvimos con mi hermano cuando éramos más grandes. Un verano nos fuimos de vacaciones y lo dejamos en la casa de unos amigos que lo querían mucho, pero a la semana tuvimos que volvernos porque nos avisaron que había dejado de comer y de tomar agua y que se estaba dejando morir. Pobrecito, cuando llegamos salió de la casa arrastrándose hasta nosotros. Mi hermano y yo estábamos obsesionados por sus bolas (las del perro). Creíamos que en una había pis y en otra caca, qué idiotas, y le apretábamos una y otra alternativamente a ver qué salía.

Daga fue mi último perro. Una gran danesa estriada, gigantesca, con ojos color miel.
La tuve desde muy bebita y le enseñé a jugar a la lucha. La agarraba, me tiraba al piso y rodábamos. Yo le mordía suave las orejas gruñendo amenazadoramente. Ella me imitaba: me mordía tiernamente un brazo, un hombro, y gruñía. Cuando fue grande (pesaba 42 kilos) la escena era impresionante: parecía que realmente me estuviera atacando porque tenía una bocaza de mastín y actuaba como si de verdad me quisiera masticar. Era muy divertido y excitante y a veces nos hacíamos doler y nos pedíamos perdón. Un día me atajé con un brazo, se le zafó un mordisco y me clavó un colmillo muy profundamente. Cuando se dió cuenta se desesperó; me lamía, lloraba, aullaba, daba vueltas alrededor de mí, tanto que tuve que consolarla a ella antes de lavarme la herida. Otro día me hizo un tajo con una uña pero fue más superficial. Siempre me veo las dos cicatrices y las acaricio porque son su recuerdo que me acompaña siempre. (ver foto)
Cuando todavía era muy joven tuvo un cáncer de garganta. Fue una pesadilla sin cuento. La operaron pero el tumor era muy agresivo y hubo que matarla para que no muriera de una manera horrible. La llevé a la veterinaria el día fijado y estábamos tan flacas y cabizbajas las dos, ella por su enfermedad y yo porque no comía por la tristeza, que unos chicos se rieron de nosotras. -Flacas, fané y descangalladas! nos gritaron. Debíamos parecer personajes de Tim Burton, caminando despacito hacia la muerte. La tuve en mis brazos todo el tiempo, mirándose mis ojos y sus ojos color miel, hasta que se fue despacito, sin dolor, oyendo mi voz que le prometía encontrarnos después y volver a correr por el campo y volver a luchar como dos leonas.

6 comentarios:

Obelix dijo...

Ememe,

Por más que a veces cuentes cosas tristes, tu blog es alegría.

Atte.

myrna minkoff dijo...

Hola, Obelix, qué bueno que volviste!
Te extrañé.

Tricula dijo...

Me mató la última imagen, y me encantó el relato del San Bernardo y de las bolas del salchicha!

Mi perro cocker está en las últimas, ya no oye absolutamente nada, pero lo adoro asique la luchamos mientras él aguante.

Mi coballo un día me esperó sin comer ni tomar agua todo el día, a que llegara de laburar y se murió en mis brazos - me liquidó.

Un gusto Ememe!

Anónimo dijo...

Hermosa conmemoración.

Te recomiendo que leas este cuento:

http://www.elinterpretador.net/16FedericoFalco-MuerteDeBeba.htm

Un beso

myrna minkoff dijo...

Beatriche, qué tristes y qué dulces tus textos.
Rex, leí el cuento y estuve todo el domingo pintando una acuarelita con la historia de Beba.Gracias por decirme.

José Soriano dijo...

Cuando dentro de mucho llegues a la categoría de chota, tratá de no pisarlo a Alonso tratando de calzarte la chancleta.
Muy simpático y descriptivos tus escritos. Gracias
fraterno
js