lunes, diciembre 25, 2006

Viernes 22



No tengo servicio de correo. Arnet tiene problemas y pide disculpas por las molestias ocasionadas. Deben ser los millones de garchas electrónicas que la gente se manda en estos días: tarjetas insufribles que bajan lentamente y paralizan el correo en todo el mundo. No abro ninguna. Son todas iguales, hechas en serie: papanueles que saludan, copos de nieve que caen, renos que sonríen, paquetes que se abren, niños dios con rayos de divinidad saliendo de la cabeza. Nunca pensé que la horripilante costumbre de comprar y regalar tarjetas de felicitación pudiera invadir también el mundo virtual.

Paso la mañana en el hospital Alemán. Tengo que hacer la rutina de chequeo de mi corazón arrítmico: ergometría, electrocardiograma, ecocardiograma y colocarme un Holter, un aparato que traza un electrocardiograma continuo durante 24 horas.

Llego a las 9, hago los trámites de admisión y me siento a esperar. Leo Aún Soltera, de Dani Umpi. No me gusta: no me interesa esa visión cachivachesca del mundo gay. Me da pena, me parece autodenigratoria. En cambio me gustó y me conmovió mucho la historia de amor desesperanzado de Sólo quiero ser tu Amigo. Por eso compré éste. Igual, para esperar y observar lo que pasa alrededor, está bien.

El hospital parece un hormiguero recién pateado: pacientes, médicos y enfermeras se cruzan trasladando panes dulces, botellas de champagne y bolsas de regalos. Los pacientes golpean la puerta de los consultorios con un regalo para su médico y los médicos pasan llevando paquetes de James Smart con forma de corbata. Parecen avergonzados; caminan rápido por los pasillos hacia sus cubiles tratando de disimular su alegría y su impaciencia por ver qué les regalaron.

Algunos pacientes son muy agradecidos con algunos médicos. A mí también me llenaron de regalos durante estas últimas dos semanas y me dio mucha alegría saber que sienten tanto cariño por mí. Recibí una cartera como de señora, un collar mexicano divino, una remera de Uma, una tetera china de hierro, una rosca rellena con praliné, un stollen, una bandeja con dulces alemanes como de Hansel y Gretel, una botella de licor, otra de whisky (se ve que me conocen bien), dos agendas paquetísimas, una billetera, un pañuelo de seda alucinante, un tarjetero y varios adornitos que guardé en mi caja de objetos horrendos.

En el hospital atendían muy mal esa mañana. Las empleadas estaban excitadas como si algo importantísimo estuviera por ocurrir. Se les traspapelaban las órdenes todo el tiempo. A mí me dejaron esperando cuarenta minutos hasta que una me vió, se acordó de mí, rebuscó la mía entre otras diez papeletas y me hizo pasar. Atendían distraídas las consultas de los pacientes, pero sin olvidarse de decirles abuelo y abuela a los viejos, hablando lento y a los gritos, como si todos fueran sordos y un poco idiotas. Todos terminaban las frases de saludo con la palabra “felicidades” o “feliz navidad”. Me imaginé que en el servicio de Oncología alguien le estaba diciendo a un paciente -Su cáncer se ha diseminado, felicidades!

Siempre me tranquiza pensar que si tengo un paro cardíaco mientras corro en la cinta de ergometría, estaré en el mejor lugar para tenerlo: al lado hay un defribilador preparado y el cardiólogo que toma el registro no deja de mirar atentamente el electrocardiógrafo todo el tiempo. Así que me lanzo a correr sin miedo como cuando corría maratones. Me reencuentro con mi corazoncito valiente y compañero latiendo a más de 140, bombeando serenamente sangre hacia mis piernas, como diciéndome que confíe en él, que nunca me va a fallar.

El cardiólogo me pregunta si hago algún deporte porque tengo mucha resistencia y el electro sigue normal, sin arritmias. Dice que mi corazón se sobra para eso y mucho más, que hay que convencer a mi cardiólogo, El Japonés, para que me deje volver a correr. La cinta está frente a una ventana, en el primer piso. Veo el jardín interno y una carpa blanca como las que arman para los casamientos. Bajo la carpa hay unas veinte sillas de plástico vacías. Una especie de animador habla con micrófono con un tono optimista, invitador, como para animar cadáveres. Veo al director del hospital rodeado por otros médicos y por un cardumen de degustadoras que el hospital incorporó este último año, cuando el marketing lo alcanzó de pleno. Circula desplegando su elegancia como un pavo real con un vasito de coca cola en la mano. Le comento al cardiólogo lo que estoy viendo y nos reímos. Me explica que es la fiesta de fin de año que el hospital organiza para los pacientes. Recién entonces tiene sentido una imagen buñuelesca que no podía entender: en un costado de la carpa hay cinco pacientes en sillas de ruedas, tres o cuatro con muletas y cuatro en camas -sí en camas con ruedas- con una vía de suero en el brazo. Todos tienen un vaso de plástico con agua y lo levantan débilmente brindando con las autoridades del hospital, que hacen otro tanto pero en posición vertical y con coca cola. Le pregunto al cardiólogo si realmente está ocurriendo lo que veo y muy divertido me dice que sí, que todos los años se reproduce la misma escena increíble. Justo cuando termino de correr se produce un desfile que hubiera hecho brincar de gozo a Frida Kahlo: de a uno por vez los pacientes agraciados por la administración del hospital abandonan la carpa. Las enfermeras los transportan cruzando lentamente el jardín hacia sus habitaciones, donde pasarán la Nochebuena, la Navidad y si llegan vivos, también el Año Nuevo.

Una vez que me conecta y me pegotea en el pecho los electrodos del Holter y me cuelga la radio Spika que deberé cargar durante 24 horas, la enfermera repite las indicaciones, me da la mano y dice -Puede vestirse. Felicidades!

1 comentario:

ilsebe dijo...

Ese papanuel es espantoso !! Parece el hombre de la bolsa de las angustias infantiles que está por llevarse al nene que se portó mal. Seguro que el "crimen" del pobrecito fue sacarse los mocos de la nariz, o no dormir la siesta, o no terminar de comer todo lo que le sirvieron en el plato, o se olvidó de cepillarse los dientes ...