
Tiene la barba y el pelo largos y blanquísimos. Anda siempre con kipá y con esas como fajitas colgantes blancas con flecos que usan los judíos ortodoxos. Hasta ahí, todo normal. Lo que es fantástico es todo lo demás. Tanto en invierno como en verano usa un sobretodo muy gastado con los bordes cortados a tijera. Es evidente que lo heredó de alguien más grande que él y que lo adaptó a su medida mediante el simple trámite de cortarle un cacho de abajo. Debajo del sobretodo lleva siempre una musculosa blanca, un pantalón enorme muy gastado y unas hawaianas rojas. Da frío verle las patitas blancas al aire cuando -como ahora- hay poquísimos grados. Siempre camina a mil y sin mirar a nadie, como si estuviera ocupadísimo. Lo seguí varias veces y descubrí dónde vive y qué es lo que hace tan apurado. Va a Coto, agarra una canasta, se sube a la escalera mecánica y recorre el piso de arriba como un ratón, por los bordes, sin mirar nada. Después baja y hace lo mismo en la planta baja. Nunca lo ví sacando nada de las estanterías, pero dos veces lo encontré en la caja muy impaciente por pagar y salir corriendo. Las dos veces les preguntó a las cajeras: -Ésta es la oferta de hoy? Está segura? Se ve que detecta sólo las ofertas y las caza al vuelo, sin detenerse. La primera vez llevaba una caja de puré instantáneo y un paquete de algodón. La segunda vez la oferta era unos saquitos de té berreta, un shampoo para pelo teñido y un paquete de jabón en polvo. Él parecía contentísimo con la ganga. Otras veces lo ví por la calle propulsado a gran velocidad con una bolsita de nylon vacía flameando en la mano. Seguramente iba a por otras ofertas. Pero lo que más me conmovió es que desde que empezó este frío reputo ya lo ví dos veces parado al sol, muy quieto, apoyado contra un poste con los ojos cerrados. Estuve a punto de preguntarle si me permite regalarle un sweater abrigado, medias de lana, unas zapatillas cómodas, una lata de té bueno y alguna comida kosher con proteínas porque me parece que está demasiado flaco, pero tuve miedo de que se ofendiera. También me gustaría conocer su casa, saber qué hace cuando no está campeando ofertas ni calentándose al sol. Pero ya sé que es imposible. Nadie habló nunca con él, salvo las cajeras del super. Me imagino que un día se va a morir solo en su casa y que se va a ir deshidratando tranquilamente como una pasa de uva sin molestar a nadie. Y dentro de cuarenta años, cuando demuelan el edificio, lo van a encontrar hecho una cascarita con sus hawaianas rojas y agarrado a su bolsa de Coto.