miércoles, octubre 11, 2006

mamelones

Reprimir el impulso de meterme y de hablar con extraños me viene desde que mis hijos empezaron a avergonzarse de mí.

Mil veces me pidieron que me portara bien. Ahora ya no, porque se resignaron o porque son más seguros y no les hace mella que su mamá haga papelones. Aprovechándome de eso, cuando están con amigos y sobre todo cuando B.3, que es la más seria, está con un novio nuevo, aparezco y bailo en silencio una especie de twist o de rock a billy como se bailaba en mi época, es decir con cara de dolor de huevos los chicos y con cara de crisis hepática las chicas. Es como un bautismo del novio, como un ritual de iniciación: si vuelve quiere decir que nos vamos a llevar bien.

B.3 espera pacientemente que termine mi pequeño espectáculo avergonzante porque sabe que enseguida me voy y no vuelvo a molestar. Pero igual, a solas siempre me pide que no haga lío.

Creo que ella quedó marcada por un incidente que protagonicé hace unos quince años. Estábamos en un supermercado, yo llevaba una escoba en el carrito y de repente hice una mala maniobra y con el palo de la escoba derribé un estante entero de frascos de shampoo. Me dio un ataque de risa, claro, pero ella se fue caminando como si no me conociera. Fue un verdadero bochorno, lo admito, pero no era para ponerse así.

Otro episodio inolvidable ocurrió una tarde en la cocina de casa cuando ella no tenía más de cinco o seis años y yo le estaba enseñando a hacer galletitas. Insoportable como soy, le explicaba didácticamente cada paso con su fundamentación científica. Abrí un sachet de leche con una tijera, como hago siempre, y no sé cómo fue que se me resbaló, lo atajé en el aire por el ángulo erróneo y voló leche espasmódicamente por toda la cocina una y otra vez hasta vaciarse por completo. Creo que ese día me perdió la confianza para siempre.

Ésos fueron accidentes y entiendo que a un chico le provoquen vergüenza, pero un día B.1 me demostró que los chicos también tienen una sensibilidad horrible al escándalo aunque sea por una causa justificada. Estábamos los dos en el tren que iba desde Merlo hasta Hornos, donde teníamos una quinta. El tenía trece o catorce años. Era un trayecto corto y pobre, cuatro estaciones miserables rodeadas de villas miserias y en el medio una más beneficiada por el progreso: Las Heras. Repetíamos ese viaje todos los fines de semana y nos encantaba andar en el trencito de una locomotora y un solo vagón polvoriento. Íbamos mirando por las ventanillas abiertas y entraban panaderos, mucha tierra, a veces un pajarito equivocado. Nuestros compañeros de viaje eran obreros que vivían en Mariano Acosta o en la Parada Zamudio y volvían exhaustos después de mil horas de trabajo. Una tarde, al salir de Merlo, el hombre que estaba sentado frente a mí trató de subir la ventanilla y se le cayó sobre los dedos. Él retiró la mano sin decir nada y ví las últimas falanges de dos de sus dedos seccionadas y la sangre saliendo a chorros con la típica pulsación arterial. Él no dijo nada; sacó un pañuelo marrón y se envolvió los dedos apretadamente. Yo salté instintivamente sobre él, le levanté el brazo, le apreté la arteria radial para parar la hemorragia tal como había aprendido en el hospital y grité –Paren el tren! Paren el tren! Todos se hacían los boludos. Era increíble: miraban para otro lado como si alguien se estuviera cagando, como si hubiera que ser discretos mientras un tipo se desangraba.

Un guarda entró al vagón, preguntó qué pasaba, e hizo parar al tren de repente. Al rato apareció una ambulancia desde el lado de Merlo y subieron dos camilleros. Ayudamos a bajar al hombre, que estaba adquiriendo un color grisáceo. Enseguida el tren se puso en marcha. Evitando los charcos de sangre me senté en otro asiento y de repente se me ocurrió ver qué hacía B.1. Estaba mirando para afuera con cara de nada, como si no me conociera, como si no hubiera pasado nada, como si estuviera haciendo un idílico viaje en tren por la campiña francesa. Le pregunté si estaba impresionado. No, para nada, me contestó, es que sos una papelonera, salvando a la gente en los trenes! Parecés Patoruzito!

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Segui metiendote,el momento que uno deja de interactuar por el motivo que sea...bye.
Independientemente que me limitaste en iaparale,tu blog es lo mas.
A

Anónimo dijo...

En la época en que yo era chica, estaba de moda jugar con una pelotita de goma que tenía unos flecos, también de goma. Una amiga quería una de esas pelotitas pero no podíamos encontrar dónde comprarla; era un producto muy vendido. Un día salimos con su mamá, las tres, en busca del famoso objeto. En una juguetería nos atiende un chico muy bien predispuesto; no tendría más de 20 años. Arremete la madre de mi amiga y pregunta: "¿Tenés las pelotas peludas?"
Recuperadas del shock que duró medio segundo, la mamá y yo estallamos en una carcajada que inundó todo el local. Cuando buscamos a mi amiga para reírnos las 3 cómplicemente, ella ya se las había ingeniado para ganar la calle.
Un mamelón ajeno, pero divertidísimo (para mí, que no era la hija)
Felicitaciones por el blog!!!

Anónimo dijo...

Tal vez fue verguenza de mí mismo, por haber sido incapaz de hacer algo.

Y además no me imaginaba que fuera posible parar el tren.

Y además el propio tipo también estaba avergonzado y se oponía a que lo pararan. ¿Quién sabe si prefería llegar hasta el otro lado por algún motivo?

Hay que tener pasta de héroe para saber qué hacer en esos casos, y hacerlo aún en contra de todas las voluntades circundantes. Felicitaciones entonces.

myrna minkoff dijo...

Gracias, A.
Gracias, anónima.
Gracias, B1. Nunca me habías dicho que sentiste todo eso aquél día. Yo creía que sólo habías sentido vergüenza. Eras muy chiquito pero te sentías responsable de todo, también de lo que yo hacía. Debe haber sido difícil ser hijo de una madre tan pesada.