
Buenos Aires es definitivamente el mejor lugar de veraneo. Estos días medio frescolaris están muy bien porque se puede caminar dos horas sin cansarse, pero cuando hay muchísimos grados también es lindo porque la gente tira la chancleta, anda medio en bolas y pierde el pudor como si se fuera a terminar el mundo. El sudor y el descamisamiento crean la ingenua fantasía de que el pecado no existe y que después del verano no viene nada. Ayer ví unos carteles en un programa que se veía en los televisores del gimnasio: decía EN VERANO AUMENTAN EL DESEO Y LAS INFIDELIDADES, y mostraban cómo trabajan los detectives contratados por cónyuges desconfiados para detectar a la patrona apretando en el bosque.
Todas las tapas de las revistas tienen fotos de culos de mujeres y una tiene la de un grasa que no sé cómo se llama, con el pantalón medio bajado y un par de tetas brillantes de bronceador. El mensaje implícito es "A garchar que se acaba el mundo". Pero ese llamado de la selva ya no despierta alegría como cuando empezó la primavera. Después de tantas semanas de calor todo está como una fruta demasiado madura, a punto de reventar y de ser atacada por las moscas. En febrero ya se demostró que todas las expectativas eran falsas, los padres vuelven exhaustos después convivir 24/24 hs con los hijos, las parejas vuelven chirriando por la misma razón y todos, hombres mujeres y ninios, tienen cara de culo porque les espera un año entero de trabajo.
La espantosa rutina empieza de nuevo. Las piernas peludas vuelven al pantalón de donde nunca debieran haber salido, los tatuajes orientales vuelven a ocultarse bajo la camisa, todos los pies desaparecen debajo de las medias, vuelven el papel araña, las reuniones de padres y los cuadernos Rivadavia. Hay que volver a organizar la vida para que sea idéntica a sí misma, igual a la del año pasado y a la del próximo.
Me parece que quedarse en Buenos Aires es bueno porque no uno no se engaña con la ilusión cortísima del verano. En la ciudad es lindo ver cómo se suceden los ciclos naturales y cómo el calor afecta a las plantas, a los animales y a las personas. Al atardecer las mamás sacan a pasear a los bebes en cochecito. Me encanta mirarlos. Van dormidos, medio derretidos como quesos mantecosos, como pequeños borrachos desmadejados con las patas abiertas. Los perros duermen estirados a la sombra en las veredas para dispersar todo el calor posible y apenas tienen energía para abrir los ojos y mirar hacia arriba al transeúnte simpático con una mirada aburridísima. Las hojas empiezan a caerse el 20 de enero y esa es la primera señal silenciosa de que el otoño ya está ahí.
Hoy es mi último día de trabajo antes de las vacas. Empecé a las 10 y termino a las 11 de la noche. Igual, mis pacientes saben que en febrero voy a estar y que pueden llamarme para conversar sobre vómitos y diarreas cada vez que sientan necesidad de hacerlo. Cuando cierre el consultorio voy a poner a lavar el guardapolvo, las toallas y el forrito de la camilla como hago todos los viernes, porque aunque es martes, éste es un superviernes anual. Y mañana voy a desparramar sobre el escritorio todos los papeles para empezar a trabajar en la ponencia que tengo que presentar para un congreso. Además voy a escribir, voy a dibujar, voy a ir al cine y voy a caminar mucho. Y voy a ir a pasear con SF, que vino de Berlín por un ratito, le voy a mostrar mi árbol psicodélico y voy a almorzar con La Rosita que está triste.